Álvaro Darío Lara
Escritor y docente
Memorables, aleccionadoras, son las fábulas de la antigüedad clásica, al igual que aquellas legadas por el siglo de las luces, siempre tan llenas de preocupación, moral, ética, por los vicios y desvaríos del individuo y de la república. Siempre tan oportunas para motivar también las virtudes que coronan a muchísimos ciudadanos.
Y es Esopo, sin duda, el gran padre de este género tan popular y querido. Y de él, del glorioso jorobado, este texto, que nos cae, justo, en estos tiempos de desatinos e intolerancias. Se titula Bóreas y Helios: “Bóreas y Helios disputaban sobre su fuerza. Resolvieron conceder la victoria a aquel de ellos que lograra despojar de su ropa a un caminante. Y Bóreas comenzó a soplar fuerte, pero, como el hombre se sujetaba la ropa, arreció más. Y el caminante, aún más agobiado por el frío, incluso se puso encima una prenda más gruesa, hasta que Bóreas, cansado, se lo pasó a Helios. Y este en primer lugar brilló moderadamente; cuando el hombre se quitó el más grueso de los mantos, despidió un calor más ardiente, hasta que el hombre, no pudiéndolo soportar, se desnudó y fue a bañarse a un río que fluía cerca”.
Sencilla y lapidaria moraleja: “es más fácil convencer que obligar”. Una verdad muy sabia, y muy práctica, además.
En el lejano siglo XV europeo, difícil era la situación para Lorenzo el Magnífico, gobernante de hecho de Florencia, cuando el genial Maquiavelo, su devoto siervo, le dedicó, obsequioso, una preciosa obra, “El Príncipe”, destinada a iluminar al joven e impetuoso monarca.
Una dedicatoria, que bien vale la pena recordarla en estos días aciagos para la República nuestra, cuando la sensatez y la prudencia deben imponerse a todos: “Desearía, sin embargo, que no se considerara como presunción reprensible en un hombre de condición inferior, y aun baja, si se quiere, la audacia de discurrir sobre la gobernación de los príncipes y aspirar a darles reglas. Los pintores que van a dibujar un paisaje deben estar en las montañas, para que los valles se descubran a sus miradas de un modo claro, distinto, completo y perfecto. Pero también ocurre que únicamente desde el fondo de los valles pueden ver las montañas bien y en toda su extensión. En la política sucede algo semejante. Si, para conocer la naturaleza de las naciones, se requiere ser príncipe, para conocer la de los principados conviene vivir entre el pueblo. Reciba, pues, Vuestra Magnificencia mi modesta dádiva con la misma intención con que yo os la ofrezco. Si os dignáis leer esta producción y meditarla con cuidado reconoceréis en ella el propósito de veros llegar a aquella elevación que vuestro destino y vuestras eminentes dotes os permiten. Y si después os dignáis, desde la altura majestuosa en que os hayáis colocado, bajar vuestros ojos a la humillación en que me encuentro, comprenderéis toda la injusticia de los rigores extremados que la malignidad de la fortuna me hace experimentar sin interrupción”.