René Martínez Pineda
Si queremos definir el momento actual por el que atraviesa el país para tratar de plantear cuál es la cuestión política urgente, podemos acudir a dos conceptos sociológicos: encrucijadas y redenciones en modo singularidad, ya que a partir de ellos arribamos a lo urgente: la gobernabilidad en el territorio, más allá de su implicación política y como estrategia para enfrentar las tácticas usadas por los opositores y por los no-opositores. Comprendo por táctica de los partidos –opositores y en el gobierno- su conducta política, su imaginario y, además, el perfil, orientación y procedimientos –válidos o perversos- de su actuación política en esta guerra de movimientos que hoy se ubica en el lado de la gobernabilidad en el territorio del pueblo. De entrada digo que la oposición política –compuesta paradójicamente por la embajada norteamericana, la derecha extrema habitual vinculada a la privatización y a los escuadrones de la muerte, y la izquierda oficial convertida en ala izquierda de la derecha- ha ensayado dos tácticas en los últimos treinta y seis meses, dos días, tres horas y veinte minutos: ser gobierno alterno, cuando controlaban el poder legislativo y judicial, y luego –al perder esos dos poderes que fueron inocuos e inicuos en sus manos- generar una crisis de gobernabilidad a partir de marchas poco significativas y del incremento sorpresivo de los homicidios, ya sea porque los financian o porque los magnifican y usan como propaganda de desestabilización, lo que no es nuevo en el país.
En este sentido, si como problema sociológico la cuestión política urgente es la gobernabilidad en el territorio –el territorio en el que el pueblo cohabita con el hambre es el punto de partida y llegada de la gobernabilidad y la hegemonía- hay que comprenderlo y resolverlo desde ese tiempo-espacio acudiendo a los saberes prácticos locales y a los de los intelectuales orgánicos comprometidos con la utopía social, debido a que tales saberes provienen de –y representan a- la experiencia histórica de los pueblos, e implican una vía epistemológica alternativa –ya estando en la encrucijada- para comprender el régimen político en transición –o en modo pretensión- que siempre es complejo porque está cargado de pasado y paradojas y, además, porque es en él donde se expresan las transformaciones y las no-transformaciones.
Ahora bien, esas transformaciones, para poder vencer a las no-transformaciones, deben comenzar promoviendo la que llamo “decapitalidad” del saber y actuar (caída o descenso del poder de afectación del capital en todos los rubros del comportamiento -colectivo e individual- y del saber) que nos pone en la paradoja del ser y no ser (presencia y ausencia), paradojas que toman una opción en las necias encrucijadas de la historia. Entonces, la transformación social es la gran pregunta epistemológica de la decapitalidad del saber que algunos autores, como Boaventura de Souza, ven como resultado de la aplicación de la “epistemología del Sur” que critica los procesos de dominación del conocimiento neo-colonialista que depreda, ignora, invisibiliza, minimiza o destruye otros tipos de conocimientos, tal como se hizo en la Colonia que –como constructo sociocultural- se modernizó en el capitalismo. En esa decapitalidad del saber (decapitalidad, y no decolonialidad, ya que todos los usos, costumbres, relaciones sociales y formas de producción específicas de la Colonia -qué producir y cómo producir- fueron subsumidas, formal y realmente, a la lógica específica del capital) juegan un papel estratégico los nuevos movimientos sociales –ciudadanos y delictivos- ya sea por su presencia o por su ausencia, en tanto son portadores preeminentes de rumbos de decapitalidad del poder y del saber y, siendo así, representan y nos presentan un nuevo sentido político y nuevos sujetos históricos con potencial emancipador, dentro de los cuales no está la izquierda tradicional que, para tristeza de los utopistas, ya no sirve, debido a que no está a la altura de la transición de hegemonías.
Ese proceso que enfrenta a las transformaciones con las no-transformaciones en el marco de una tutelada crisis de gobernabilidad fincada en la delincuencia, está signado por luchas de resistencias y confluencias de los pueblos, países, grupos, movimientos sociales (y no movimientos) y, sobretodo, por la voluntad de los sectores populares que, en última instancia, son los llamados a liderar en el momento oportuno las luchas por una nueva hegemonía, luchas que, en el caso de El Salvador, debieron iniciar en los años 90 con la incorporación del FMLN en la vida política oficial. En ese sentido, son los sectores populares –bajo liderazgos que incluso están fuera de su seno debido a las condiciones heredadas- los encargados de comprender y montar nuevas prácticas culturales y estrategias políticas desde abajo, porque es allá “abajo” donde se da el arte popular de gestionar la vida en los territorios en constante resistencia a un capitalismo neoliberal cada vez más feroz y atroz. La premisa heredada es que la anexión de la izquierda a la política oficial y su gestión como partido en el poder (2009-2019) se caracterizaron por no luchar contra la lógica colonial y capital de sometimiento.
Y es que, cual paradoja del poder político surgido desde la izquierda, las gestiones del FMLN nunca se propusieron vetar el neoliberalismo ni acabar con la corrupción e impunidad que eran –siguen siendo- los gendarmes de la gobernabilidad política, tal como sucedió con los gobiernos de Lula, Correa, Kirchner y Tabaré.
Hay que hacer notar que cuando en el marco de una guerra de posiciones se generan –o se tratan de generar, financiándolas- crisis de gobernabilidad y de hegemonía, es más visible que la decapitalidad del Estado (o decolonialidad, como le llaman Aníbal Quijano y Zibechi) se puede hacer desde el Estado mismo, pero sólo cuando éste se transforma –al trascender a su fetiche- en movimiento social o en sujeto colectivo que cuenta con los recursos suficientes y necesarios, tanto en la base económica como en la infraestructura jurídico-política e ideológica. Sin duda, el Estado en América Latina todavía es un lastre de la Colonia subsumida al poder de afectación del capital, y de los criollos y ladinos que al suceder a dicha colonia traicionaron los ideales de independencia ya que mantuvieron, en su esencia, las relaciones coloniales de sometimiento que fueron modernizadas como relaciones capitalistas. Es entonces la capitalidad interna, la capitalidad del poder y del saber, lo que hace que todas las relaciones sociales y productivas coloniales sean subsumidas al capital para establecer su propia lógica de dominación, explotación y enajenación.
Siendo así, en los últimos treinta años hemos observado cómo los movimientos sociales –abandonados, corrompidos o traicionados por la izquierda- han dejado de ser una lucha de resistencia emancipadora debido a que ya no representan un riesgo para el capitalismo, porque éste- como sistema político- aprendió a dirigirlos o silenciarlos y, en ese patético sentido, hemos de reconocer que fueron las viejas dirigencias guerrilleras las que lograron lo que el Imperio y los ejércitos oligárquicos no pudieron lograr: derrotar la lucha revolucionaria.