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Educación y conocimiento científico

Luis Armando González 

I

En los tiempos que corren, el mayor desafío para las sociedades es hacer del conocimiento científico uno de los ejes centrales del quehacer educativo. El conocimiento científico en su doble vertiente, natural y social, pues a estas alturas se tiene, además de unas ciencias naturales firmemente cimentadas, unas ciencias sociales básicas que, no sin dificultades y todavía con ataduras ideológicas (de raigambre mítico-religiosa) de las que les está costando desprenderse, están aportando lo propio para una explicación fundamentada de distintos fenómenos sociales. El otro eje esencial de la educación lo constituyen las humanidades, de las que es preciso separar a las ciencias sociales, especialmente a las que cumplen con más acierto con los criterios científicos generales. A propósito de lo dicho es estas líneas introductorias, no está demás insistir en la necesidad de dejar atrás la costumbre de hacer de las humanidades un cajón de sastre en el que se meten todos aquellos saberes que no son ciencia natural; y también la fea costumbre de convertir a las humanidades en algo irrelevante para los seres humanos y secundario respecto de las ciencias naturales.

Quizás ayude a superar esa visión tener en cuenta que las ciencias sociales más asentadas permiten acercarse a la realidad social con los procedimientos y el rigor exigidos por las ciencias naturales; y que unas y otras (ciencias naturales y ciencias sociales) hacen parte de un esfuerzo humano –animado por el afán de sobrevivir propio de la especie Homo sapiens— por conocer/dominar el entorno natural-social en el que individuos y grupos humanos realizan su vida. Ese esfuerzo humano se complementa con las “invenciones” normativas (morales y jurídicas), literarias, narrativas (mítico-religiosas-filosóficas) y artísticas que individuos y grupos humanos han fraguado a lo largo de su andadura evolutiva desde hace unos 250 mil años hasta el día de ahora.

Agrupados estos últimos esfuerzos bajo la categoría de “humanidades” (de las que durante un largo tiempo pertenecieron, con otra denominación y otro alcance, las actuales ciencias sociales), hacen parte, como ya se dijo, de un imperativo de envergadura: asegurar la supervivencia de la especie Homo sapiens. Para completar el cuadro, cabe añadir el rubro de las tecnologías, que agrupa no sólo las herramientas/instrumentos diseñados por la pericia e inventiva del Homo sapiens a lo largo de su historia evolutiva, sino las normas y habilidades asociadas a su diseño y uso.

II

Ciencias naturales/ciencias sociales y humanidades, pues, son vitales para los seres humanos. Y es por ello que no pueden dejar de ser, en el presente, los dos ejes fundamentales del quehacer educativo. Y se añade la formulación “en el presente” ya que no siempre ha sido así en el pasado ni lo es ahora de manera generalizada. En esta reflexión vamos a fijar la atención en el conocimiento científico, el cual guarda una relación con la educación sobre la que no se medita lo suficiente.

Lo primero que cabe apuntar al respecto es que la educación (la práctica educativa, el quehacer educativo) es anterior al desarrollo del conocimiento científico. De forma muy básica se puede definir la educación como la práctica de transmisión de formas de ver la realidad, de intervenir en ella y de relacionarse con los demás (los miembros del grupo de referencia). En cierta manera, se puede convertir la expresión “formas de ver la realidad” por “conocimiento”, aunque entrecomillado porque lo que se transmitía en tiempos remotos estaba tejido de experiencias, vivencias y creencias no siempre coherentes con las dinámicas reales. Seguramente, tampoco se trataba, en el pasado de la especie, de prácticas sistemáticas, dada la inestabilidad de los asentamientos humanos y unas condiciones de convivencia social sometida a inclemencias y riesgos provenientes de otros grupos, de depredadores y del medio natural. Por lo demás, no hay registros de cómo era la transmisión de “conocimientos” hace, digamos, 100 mil años; tampoco de hace unos 10 mil años, que es cuando se produce una de las mayores innovaciones humanas de todos los tiempos: la invención de la agricultura.

Prácticamente, es hasta la Grecia clásica que se registra, con singular claridad, una visión de la educación como un quehacer sistemático y gradual en el cual un maestro enseña a un grupo de estudiantes determinadas materias o contenidos. No quiere decir que fuera en Grecia en donde ese proceder se realizara por primera vez, pero es en ella que, además de haber quedado constancia del mismo, se acuñaron expresiones –como pedagogía, dialéctica, academia, liceo, gimnasio— que, de ahí en adelante, serán una marca de la educación, primero en Occidente y posteriormente en el mundo. En el contexto griego, el núcleo del quehacer educativo es el conocimiento filosófico, al cual se debía llegar a partir de una preparación previa –que incluía, además de destrezas corporales, matemática, gramática y retórica—. Es así como un tipo particular y especializado de conocimiento se convirtió en el centro de la educación, lo cual quiere decir que educarse, en el nivel más espléndido, significaba aprender filosofía. En la Edad Media, la filosofía compartió el sitial con la teología y, posteriormente y de lejos, con las carreras “liberales”, principalmente con el derecho. No todas las personas, ciertamente, recibían una educación filosófica, teológica o liberal, sino segmentos sociales privilegiados. La mayoría recibía una educación que se nutría de un conocimiento sumamente elemental, tejido de creencias religiosas simples, tabúes, miedos y mitos.

III

A partir del Renacimiento, el conocimiento científico (natural) comienza a gestarse, de la mano de autores como Copérnico, Kepler y Galileo. En los siglos siguientes, con Newton y Darwin, alcanza alturas extraordinarias. Pero en el quehacer educativo (que, por ejemplo, en las universidades está bien institucionalizado), salvo ámbitos bien puntuales, no asume en esos tiempos que lo propio sea la transmisión/enseñanza/cultivo del conocimiento científico. Esta visión se abrirá paso, de manera muy incipiente, hacia finales del siglo XIX al calor de las conquistas evidentes de la Revolución Industrial y del apuntalamiento de un capitalismo industrializado. El siglo XX será testigo –junto con conquistas extraordinarias que estuvieron a cargo de científicos como, entre otros del mismo calibre, M. Planck, A. Einstein, W. Heisenberg— del posicionamiento creciente del conocimiento científico como eje fundamental del quehacer educativo. Por cierto, no en todo el mundo ni en todas las instituciones educativas ni, al interior de estas, en todas áreas de enseñanza. La segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría (más que el hecho puntual de la competencia espacial) fueron un acicate decisivo para que el conocimiento científico ocupara, en países avanzados, el centro de sus esfuerzos educativos. Las innovaciones tecnológicas del siglo XXI son herederas de una apuesta que se hizo a mediados del siglo XX.

En el presente, nadie sensato y con una educación decente a sus espaldas pone en duda que la enseñanza y el cultivo de la ciencia deben estar en el centro de la práctica educativa, especialmente en los niveles secundarios y universitarios. Otra cosa es que compromisos, prejuicios o intereses lleven a privilegiar otros “conocimientos” (no necesariamente filosóficos o literarios). Tener el valor de poner al margen estos compromisos, prejuicios e intereses es del mayor interés social, en tanto que el conocimiento científico (natural y social) es la mejor herramienta de la que se dispone para encarar los complejos problemas que afectan a nuestras sociedades.

Así pues, que la educación haga del conocimiento científico el centro de su quehacer quiere decir, en un primer momento, que las explicaciones científicas, las teorías científicas y el proceder científico deben ser enseñados a los estudiantes tan pronto estos cuenten con las capacidades para asimilar esos bagajes científicos en campos especializados, pero también en temáticas científicas generales. Esto de hacer de la ciencia un eje central de la enseñanza no deja de tener sus dificultades, particularmente si los educadores no dominan explicaciones, conceptos, enfoques y procedimientos (lógicos y empíricos) de carácter científico. Pero son dificultades superables, toda vez que se ponga manos a la obra, asumiendo el propósito de cultivar una visión científica en el quehacer educativo.

Hay otro aspecto que es más complicado, y es el que consiste en tomar en cuenta los conocimientos científicos más actuales para orientar el quehacer educativo en los distintos niveles en los que el mismo se realiza. Es decir, de lo que se trata, además enseñar ciencias, es de usar el conocimiento científico en las prácticas educativas, haciendo de éstas algo menos sujeto a inercias o creencias contraproducentes para el desarrollo psico-biológico de las personas. El uso del conocimiento científico en la educación no puede hacerse, primero, si no se dominan con propiedad determinadas áreas de la ciencia –en especial, las más vinculadas con las estructuras evolutivas y neuronales de las personas— y, segundo, si no se está dispuesto a renunciar a esquemas mentales-conceptuales que, aunque en el pasado fueran referentes científicos o pedagógicos, han dejado de ser viables en su eficacia para incidir de mejor manera, desde la educación, en el desarrollo integral de los educandos. Es el caso de las referencias insistentes que se hacen a Jean Piaget o Lev Vigotski –y también a Paulo Freire— como si el conocimiento científico de la psicología infantil se hubiese detenido con ellos. Obvio que no es así.

IV

De hecho, en estos momentos, disciplinas científicas como la neuroanatomía, la neurofisiología, la neurología, la neurolingüística, la neuropsicología, la psicología cognitiva y la psicología evolucionista (agrupadas, junto a otras, bajo la denominación tan llamativa de “neurociencias”) están aportando un bloque de conocimientos sobre el funcionamiento del cerebro y la mente de los seres humanos (Mora, 2011) que no deberían ser dejados de lado en el quehacer educativo.  Al calor de estos conocimientos, que son complementados por los logros que se han obtenido y se van obteniendo en biología evolutiva, biología molecular, genética y paleoantropología, se está fraguando la disciplina científica llamada neuroeducación, una de cuyas finalidades es contribuir a la utilización de los conocimientos neurocientíficos en la práctica educativa, de modo que esta última no vaya a contracorriente de lo que, hoy por hoy, constituye la mejor aproximación a las bases neurobiológicas del desarrollo mental, emocional y social de los seres humanos (Mora, 2016). Entre otras cosas, los maestros deben ser conscientes de que

“lo que hacen los alumnos cuando aprenden y memorizan es cambiar el cableado sináptico de sus cerebros para mejor. Es cambiar la física, la química y con ello la anatomía y la fisiología de los cerebros, los propios procesos mentales y la conducta de los niños. Y que aprender y memorizar es un proceso básico para la supervivencia, tanto biológica como puramente social. Lo es aprender a comer, beber o la misma sexualidad, procesos no diferentes, en su esencia (mecanismos neuronales), de lo que se aprende en clase” (Mora, 2016, pp. 24-25).

También deberían estar sabedores de que “a edades tempranas el juego es el disfraz de con el que se camufla el aprendizaje. A esas edades, preescolar y primaria, el cerebro absorbe, aprendiendo y memorizando, información sensorial y motora con la que desarrolla circuitos neuronales específicos del cerebro… A esa edad se debe aprender bien, en directo, con espontaneidad y alegría, qué es, por ejemplo, una hoja ‘real’ y captar con el tacto, la vista, el sonido, el olor y hasta el gusto el verde acharolado y suave cuando esta es joven y el ocre, rugoso y crujiente cuando es vieja” (Mora, 2016, p. 28).

En fin, los conocimientos neurocientíficos están ahí, a la espera de ser utilizados en el quehacer educativo de manera crítica y creativa. O sea, la “neurociencia puede ayudarnos, mediante sus conocimientos, a diseñar programas de enseñanza específicos de acuerdo con el currículum escolar, también puede aportarnos datos que nos ayuden a entender el proceso de aprendizaje en el cerebro y por qué determinados entornos educativos pueden funcionar y otros no” (Ortiz, 2013). Quizás esta sea la ruta más acertada para incidir, desde la educación, en la formación de unos seres humanos más cabales, equilibrados, moralmente íntegros y con una visión científica y crítica de la realidad.

Para que esa incidencia se ponga en marcha –haciendo uso, en el quehacer educativo, de los conocimientos científicos y neurocientíficos más firmes— es necesario hacerse cargo, como mínimo, de lo siguiente: a) que la práctica educativa (en sus dimensiones didácticas y pedagógicas) es anterior, en su origen, al surgimiento de las ciencias naturales y sociales, y que ese pasado ha dejado unas marcas en ella que deben ser sometidas a una mirada crítica; b) que determinados conocimientos científicos se han integrado, en distintos momentos, a la pedagogía y la didáctica (como es el caso ya referido de los aportes de Piaget y Vigotski, a los que cabe añadir, entre otros, a S. Freud, J.B. Watson y B. Skinner), pero ha existido la propensión a quedarse anclados en ellos, sin tomar en cuenta avances científicos posteriores; c) las dificultades, que varían según los contextos nacionales, para impulsar procesos de formación docente que actualicen, en contenidos científicos de avanzada, a los educadores; e) las dificultades de hacer los aterrizajes didácticos y pedagógicos a partir de explicaciones científicas recientes, de por ejemplo, el desarrollo y exigencias psico-biológicas de niños, niñas o adolescentes; y f) el peso de enfoques (o visiones educativas) que, por moda, por lo que prometen o por su aplicabilidad inmediata se asumen sin la debida contratación con las explicaciones científicas más firmes. Por ejemplo, es firme, como visión científica, que el desarrollo pleno del cerebro (y también del cuerpo) de niños y niñas requiere de interacciones (físicas, materiales) con su entorno real, con sus pares, con adultos, con animales y plantas, es decir, que el encierro en un entorno virtual es contraproducente (e incluso peligroso) para ese desarrollo. Sin embargo, hay quienes, dando la espalda a ese tipo de conocimiento, insisten en alentar el encierro de niños y niñas (también de jóvenes y adultos) en mundos virtuales. Es una hipoteca de futuro a la que se tendría que renunciar lo más pronto posible. En fin, como anota Francisco Mora,

“La educación de hoy es, simplemente, el futuro humano… Y lo que no quisiera olvidar ahora al final (y ello vale también para cualquier periodo de la educación y la enseñanza en todo su arco social) es que en esos cambios lo que nunca debe cambiar es el papel central de ‘lo humano’ y ‘la enseñanza por un profesor’. Las TIC (…), técnicas informáticas que permiten la comunicación a distancia vía electrónica, ‘¡sí!’, pero nunca como sustitutas de la enseñanza del maestro o profesor. Sin ser humano, sin mundo humano, no hay propiamente enseñanza” (Mora, 2016, pp. 42-43).

Referencias

Mora, F. (2011). Cómo funciona el cerebro. Madrid: Alianza.
Mora, F. (2016). Cuando el cerebro juega con las ideas. Madrid: Alianza.
Ortiz, T. (2013). Neurociencia y educación. Madrid: Alianza.

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