Luis Armando González
Entre educación y religión siempre ha habido una relación estrecha. Y es que la religión (y el mito) no sólo fue el marco en el que se generaron las primeras “explicaciones” sobre el orden cósmico y el lugar de los seres humanos –y sus mutuas relaciones— en el mismo, cure sino que fue –y sigue siendo— forjadora de normas básicas de convivencia social que, store en cuanto se acepta que derivan de un mandato divino, tienen la fuerza de imperativos morales ineludibles.
En este sentido, la religión, desde un punto de vista histórico, fue una de las primeras educadoras de los grupos humanos, entendiendo por educación la asimilación subjetiva –o mejor aún, intersubjetiva— de marcos explicativos acerca de por qué la realidad es como es y acerca de cuál es el lugar de los individuos y la colectividad en esa realidad. También la religión nutrió las prácticas sociales de referentes normativos que indicaban –e indican aún— con contundencia el carácter bueno o malo, justo o injusto, de las acciones humanas.
Las sociedades humanas fueron educadas durante milenios por cosmovisiones religiosas y por quienes ejercían la autoridad, por lo que se entendía como delegación divina directa, en la materia. Primero fue en el contexto de los diferentes politeísmos de los que se tiene noticia; después de los monoteísmos que se alzaron vencedores en la disputa por lo religioso –el Islam, el Judaísmo y el Cristianismo— y que, sobreviviendo hasta el presente, impregnan, con sus valores y sus prácticas, al mundo contemporáneo.
La filosofía primero y luego la ciencia abrieron grietas importantes en esta dominio educativo ejercido desde la religión, que era más fuerte ahí donde se institucionalizó como un poder terrenal en coexistencia –y competencia—con otros poderes.
Ciertamente, la filosofía (desde los presocráticos, Sócrates, Platón y Aristóteles hasta el día de hoy) y la ciencia (desde el Renacimiento en adelante) no excluyen a la religión en la labor educativa, pero le ponen serios reparos a una educación puramente (y exclusivamente) religiosa.
Y es que la filosofía y la ciencia dan lugar a una nueva visión de la educación, que ya no es entendida como repetición de verdades –dichas por un profeta o recogidas en un texto— de origen divino, sino un proceso de búsqueda de la verdad esencialmente humano, una búsqueda basada en argumentos y en pruebas empíricas refutables y reemplazables por otros argumentos y pruebas mejores. Educar es, en este sentido, preparar a los alumnos y alumnas para esa búsqueda, la cual no es ajena ni a la vida buena y justa ni a la salud mental y física: ese es el sentido primigenio de la pedagogía tal como la entendieron los griegos del siglo V antes de Cristo.
Una vez que la filosofía y la ciencia se hacen presentes en el proceso educativo –no sin resistencias, hay que decirlo— la crítica aparece como un aspecto sustantivo en la educación: criticar es someter al escrutinio de la razón y de la experiencia cualquier realidad o verdad, bajo el supuesto de que no hay realidades ni verdades definitivas. Así, los educandos deben prepararse para la crítica; deben aprender, desde muy temprano y a lo largo de su formación educativa, que no hay nada que no esté sujeto a discusión, que no hay nada que deba aceptarse con los ojos cerrados por ningún motivo, ya sea religioso, político o económico.
Llevado al límite, este enfoque no puede menos que chocar con la religión y con la educación religiosa. Porque, en efecto, en la religión hay verdades indiscutibles e inapelables, verdades que deben ser aceptadas sólo por fe, sin discusión alguna. Las sociedades occidentales, en general y después intensas batallas no sólo ideológicas, salvaron la situación con una solución de compromiso: se le dio al proceso educativo laico el peso decisivo en la formación de los alumnos y alumnas, dejándose a lo religioso el ámbito privado de la moral, a ser aceptado libremente –en el marco de otras opciones morales— por los ciudadanos y ciudadanas.
En América Latina se transitó el mismo camino con variantes importantes: para el caso, las obras educativas de carácter religioso –primero católicas y luego evangélicas— intentaron (e intentan) hacer coexistir los contenidos religiosos –materias de fe y religión, por ejemplo— con los contenidos laicos, regulados por las autoridades educativas nacionales.
Se trata, en este último caso, de soluciones que dieron un resguardo al poder religioso y que no socavaron la necesaria formación educativa en materias esenciales para el desarrollo y la modernización capitalista, tal y como el capitalismo se implantó en las sociedades latinoamericanas en el siglo XX.
Del lado de quienes promovían una educación exclusivamente laica, sin ningún influjo religioso, había argumentos suficientes para sostener que, además de conocimientos, la ciencia y la filosofía ofrecían a los ciudadanos y ciudadanas el horizonte normativo suficiente para llevar una vida buena. La matriz intelectual y cultural de esta visión es el pensamiento griego clásico, según el cual el conocimiento es inseparable de la virtud personal. La Ilustración se inscribió en la misma matriz y actualizó el optimismo clásico griego en el alcance moral del conocimiento filosófico y científico.
Pero lo religioso –ni como soporte suyo: lo mítico-religioso— salió de la escena cultural y educativa. Tanto por su peso y su poder institucional como por su arraigo en las prácticas, costumbres y tradiciones populares –en lo que algunos sociólogos llaman el “mundo de la vida”— lo religioso en sus diversas expresiones siguió presente en disputa, muchas veces franca, con las visiones educativas laicas.
La filosofía, la ciencia y tecnología –tampoco la democracia y el mercado— lograron colmar las ansias de ultimidad, de sentido y de trascendencia que parecieran estar inscritas en la naturaleza humana desde los más remotos tiempos. Tampoco lo hizo el arte, en sus distintas manifestaciones: música, poesía, pintura, escultura, novela, cuento, etc. En la época moderna, cada crisis social, política o económica fue vista como una oportunidad para que los abanderados de lo religioso –y de las religiones— arremetieran contra el laicismo y propusieran la vuelta a la fe en materia educativa. Nunca faltaron los que leyeron esas crisis como crisis originadas por el abandono de la fe por parte de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo.
El conservadurismo y neoconsevadurismo europeo y norteamericano hicieron suya la causa de la defensa de la fe en todas las esferas de la vida social, especialmente en el ámbito de la educación. Conservadores y neoconservadores leyeron (y leen) las crisis de nuestro tiempo como crisis morales-espirituales. Y no sólo eso: luchan por convertir a la religión (la judeo cristiana) en fuente exclusiva y única de moralidad y espiritualidad, obviando no sólo el sólido contenido moral-espiritual de otras religiones, sino también de tradiciones culturales no religiosas –ateas y escépticas— que tienen mucho que decir en materia moral al hombre y la mujer de hoy.
Conservadores y neoconservadores se equivocan por partida doble: ni las raíces de las crisis que padecen las sociedades de ahora son esencialmente de naturaleza moral-espiritual ni la religión judeo-cristiana (y su texto fundamental: la Biblia) es la única, exclusiva, privilegiada y absoluta fuente de moral en la actualidad.
Es una fuente moral importante; no reconocerlo es absurdo. Pero hay otras fuentes de enorme importancia, cuyo desconocimiento –y más aún, la no puesta en práctica de sus enseñanzas— empobrece a los seres humanos. Pero esas fuentes religiosas –en toda su diversidad— deben ser leídas e interpretadas a la luz de la razón, con las exigencias textuales y contextuales que la misma exige, como condición para no caer en simplismos, dogmatismos y manipulaciones. Asimismo, se tiene evitar caer en la tentación de buscar soluciones morales-espirituales a problemas de naturaleza económica, social o política.
Aterrizando en El Salvador, erigir el texto bíblico como fuente exclusiva de moralización es, más allá de los intereses que se busca asegurar, una muestra de la cortedad de miras de quienes proponen semejante solución a problemas que se originan en ámbitos distintos a lo moral espiritual, pero que repercuten en él. La Biblia es una fuente moral, entre otras muchas, religiosas y no religiosas. Pretender convertirla en la fuente moral por excelencia es absurdo, por ir en contra de conquistas irreprimibles en el terreno de otras religiones y de las morales laicas.
El proceso educativo no puede renunciar, a estas alturas, a lo que con tanta dificultad ha llegado a definirlo: como un proceso de formación intersubjetiva que lleva a la búsqueda de la verdad, de manera crítica y fundada en argumentos y pruebas empíricas. Incrustar en la escuela una lectura literal, acrítica, descontextualizada y exclusiva de la Biblia puede significar un retroceso en lo que se ha logrado en la educación laica. Se estaría imponiendo en la conciencia de las nuevas generaciones unas enseñanzas religiosas particulares –no mejores ni superiores que otras—, violentado su libertad de elegir la mejor opción moral para su vida. Porque en el terreno moral nada puede ser impuesto, pues en el momento que ello sucede lo moral se desdibuja y el comportamiento se convierte en algo heterónomo, es decir, en algo ajeno (externo) a la propia voluntad y autonomía del individuo.
Tomado de L. A. González, Sociedad, cultura y educación. San Miguel, UGB Editores, 2013, pp. 177-182