Luis Armando González
Nadie que esté comprometido con la democracia ve con buenos ojos al autoritarismo. De hecho, medical se le teme y se quiere evitar a toda costa que retorne como régimen político. Para ello, cada sociedad que ha transitado del autoritarismo a la democracia ha diseñado los mecanismos institucionales, políticos y culturales que impidan la “reversión autoritaria”.
En nuestro país se hizo lo propio. Y es que el pasado autoritario de El Salvador dejó sinsabores y males sociales, culturales y políticos, que siempre deben ser recordados para que no se nos olvide de dónde venimos y qué es lo que dejamos atrás.
En este sentido, nunca está demás volver la mirada a esos tiempos en los cuales el autoritarismo hizo de las suyas en El Salvador. Su huella en la cultura política es evidente, a tal punto que es inevitable preguntarse si a estas alturas su presencia ya ha desaparecido, o todavía sigue alimentando creencias, valores y comportamientos en la sociedad.
Pero hay un efecto del autoritarismo sobre el cual pocas veces habla: su efecto en las instituciones, especialmente en las de seguridad pública. En efecto, bajo el autoritarismo, instancias de seguridad pública como los cuerpos policiales y sus dependencias (investigación, inteligencia, etc.) son subordinadas a los fines políticos del régimen, al punto que se convierten en instrumentos de persecución y represión políticas. Sus funciones de seguridad pública (protección ciudadana, combate del crimen) se desdibujan e incluso se convierten en lo opuesto, pues esas instancias se convierten en una amenaza para la ciudadanía, además de ser focos de criminalidad común y organizada.
De ahí que en las transiciones a la democracia un tema esencial sea el de la redefinición de esas instancias, teniendo en la mira la superación de sus taras autoritarias. En casos límite –verdaderos experimentos políticos y jurídicos— se ha buscado una refundación institucional, a partir de la cual surjan instituciones nuevas que –como en el caso de la Policía Nacional Civil de El Salvador— se inspiren en valores antagónicos con los valores autoritarios que fueron los que nutrieron a los desaparecidos cuerpos de seguridad (Policía Nacional, Guardia Nacional y Policía de Hacienda).
Definitivamente, el marco autoritario en el que esos “cuerpos de seguridad” se gestaron y desenvolvieron tiñó sus prácticas y ejercicio institucionales. En la transición salvadoreña, quienes asumieron plenamente el compromiso democrático quisieron marcar una distancia absoluta entre las nuevas opciones democráticas y la herencia autoritaria que se quería dejar atrás.
En materia de seguridad pública, esa ruptura fue nítida: en el contexto de postguerra, se tenía que ser sumamente celosos respecto de cualquier decisión, estrategia (institucional o legal) que pudiera revivir (o insinuar) prácticas o incluso palabras que, se entendía, eran propias del marco autoritario.
No se entendió que la persecución y represión del delito eran una responsabilidad del Estado, y que eso no suponía que estuviera retornando al autoritarismo. No se entendió que si bien era ideal tener una Policía Nacional Civil, lo “civil” no debía anular su carácter de “policía”, con la formación, adiestramiento, recursos y capacidad operativa de una policía a la altura de los desafíos de una sociedad conflictiva y con dinámicas violentas y criminales en su seno.
Claro está, había temores de una reversión autoritaria. Y, además, aún estaba fresco el recuerdo de un quehacer policial dedicado a la persecución política y a la represión de quienes se opusieran al orden establecido.
Se temía a una policía fuerte, con capacidades de inteligencia en la investigación y con capacidades represivas propias de toda policía.
En principio, esa fortaleza no tenía por qué apuntar a una regresión autoritaria, pero ese era el temor… y más valía prevenir que lamentar.
Ahora nos damos cuenta que, aunque los fantasmas autoritarios fueran poderosos, no justificaban un debilitamiento estatal en materia de seguridad pública.
Es decir, nunca se debió haber renunciado a tener una policía robusta, dotada de capacidades extraordinarias para combatir el crimen, que ya desde los años de la guerra civil comenzaba a ganar espacios en la sociedad.
Así pues, el autoritarismo causó un grave daño a las instituciones de seguridad pública del país, al desnaturalizarlas y subordinarlas a fines políticos que no les son intrínsecos. En la inmediata postguerra, creímos que esos fines eran intrínsecos.
A estas alturas, estamos preparados para aceptar que no es así; estamos preparados para aceptar que una policía fuerte, con capacidades inteligencia y con capacidades logísticas y operativas de primer nivel no tiene por qué servir para la persecución política.
Al contrario, la envergadura del crimen y su capacidad de hacer daño a la sociedad, exigen aquella fortaleza como un requisito para asegurar la paz pública y la convivencia democrática.