Por Leonel Herrera*
El pasado 7 de mayo se celebró el Día del Soldado Salvadoreño, establecido por decreto legislativo el 16 de abril de 1945. Esta vez la conmemoración coincidió con el bicentenario del ejército salvadoreño creado en 1824.
La ocasión, por tanto, debería propiciar un profundo debate sobre el papel de la entidad castrense durante sus doscientos años de existencia y su función actual en la regresión democrática, la consolidación autoritaria y la instauración de una nueva dictadura en el país.
En su origen, el ejército fue pensado para defender los intereses nacionales en la época turbulenta posterior a la independencia de España, los intentos fallidos de consolidar una república federal centroamericana y la creación de las cinco repúblicas de la antigua capitanía general o reino de Guatemala.
Incluso, la expresión “el ejército vivirá mientras viva la república”, adjudicada a su fundador y primer presidente federal Manuel José Arce, revela cierta perspectiva democrática y vocación republicana de la institución militar.
Sin embargo, pronto los militares se convirtieron en sabuesos de los grandes terratenientes, defensores de oprobiosos regímenes oligárquicos y apuntaron sus fusiles contra el pueblo cada vez que éste reclamaba derechos, principalmente comida, salarios y tierra para trabajar.
En enero de 1932, de la mano del general Maximiliano Hernández Martínez, masacraron a unos 30,000 indígenas y campesinos en el occidente del país. Y a partir de ese momento instauraron una dictadura oligárquico-militar de 50 años que desembocó en la guerra civil de los años ochenta.
Con la excepción del “gobierno reformista” del coronel Óscar Osorio que impulsó cierta apertura política e implementó algunas políticas sociales entre 1950 y 1956, los regímenes militares fueron todos conservadores, represivos y pro oligárquicos.
Ciertamente hubo algunos militares “progresistas”. Entre los más notable está el coronel Benjamín Mejía y quienes lo acompañaron en el intento de golpe de Estado el 25 de marzo de 1972; luego del escandaloso fraude de Arturo Armando Molina, quien se declaró ganador a pesar de haber perdido abrumadoramente ante la Unión Nacional Opositora (UNO). Mejía y compañía exigían democracia y respeto al resultado electoral.
Otros “progres” fueron los miembros de la “Juventud Militar” que derrocó al general Carlos Humberto Romero en 1979, algunos de los cuales también participaron en la primera de las juntas de gobierno instauradas entre octubre de 1979 y mayo de 1982.
En su intento de detener la inminente guerra civil, estas “juntas revolucionarias” impulsaron medidas como la reforma agraria y la nacionalización de la banca, pero continuaron con la represión política y militar. Por eso monseñor Óscar Arnulfo Romero cuestionaba: ¿de qué sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre?”.
Finalmente algunos militares progresistas terminaron incorporándose a las filas guerrilleras cuando la guerra civil fue inevitable, luego del magnicidio de Monseñor Romero perpetrado por un escuadrón de la muerte de la extrema derecha, aquel fatídico 24 de marzo de 1980.
Durante la guerra civil (1980-92) el ejército gubernamental cometió abominables crímenes de guerra, delitos de lesa humanidad y otras violaciones graves a los derechos humanos, algunas de las cuales fueron consignadas en el Informe de la Comisión de la Verdad de las Naciones Unidas, publicado el 15 de marzo de 1993.
Entre los crímenes más horrendos están las masacres de El Mozote, El Sumpul, El Calabozo, Río Lempa y otras cometidas al inicio de la guerra; así como el asesinato de los sacerdotes jesuitas de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA) y sus colaboradoras. La mayoría de estos crímenes atroces fueron cometidos por batallones entrenados por Estados Unidos en la ominosa “Escuela de Las Américas”.
Uno de los objetivos de los Acuerdos de Paz de 1992 fue desmontar el militarismo. Para eso plantearon una reconversión del ejército mediante la eliminación de los batallones contrainsurgentes, la depuración de los militares involucrados en crímenes contra la población civil, la reducción de los efectivos militares y la redefinición del rol de la institución castrense.
Esto último se plasmó en una reforma constitucional que delimitó el papel de la fuerza armada a defender la soberanía nacional, auxiliar a la población en situaciones de desastres y colaborar excepcionalmente con la Policía Nacional Civil (PNC) en tareas de seguridad pública.
Durante casi treinta años la fuerza armada cumplió los Acuerdos de Paz y se mantuvo en el nuevo rol asignado. Sin embargo, con el actual gobierno no sólo tiene una función dominante en la seguridad pública, sino que ha recuperado la beligerancia política de antaño.
Nayib Bukele y sus hermanos han devuelto a los militares el protagonismo que les fue proscrito por los Acuerdos de Paz y los han convertido en sus principales aliados. Esto se vio claramente el 9 de febrero de 2020 cuando acompañaron a Bukele en el fallido golpe presidencial contra la Asamblea Legislativa, cuando ésta aún era controlada por la oposición.
El actual ministro de la Defensa Nacional, Francisco Merino Monroy, se declara obediente a Bukele y no a la Constitución de la República; y como acto de correspondencia el presidente ha llevado la militarización del país a niveles de antes y durante la guerra.
Así que el país asiste a una celebración del Día del Soldado y del bicentenario de las fuerzas armadas caracterizada por una descomposición de la institución castrense, que lleva a preguntar si aún se trata de un ejército nacional o si ya es sólo el brazo armado del clan familiar gobernante.
Quizás la respuesta está en la misma frase bicentenaria de Manuel José Arce. Si ya no hay república, ya no existe el ejército. En una autocracia dictatorial sólo puede haber un brazo armado al servicio de quienes gobiernan.
La sociedad salvadoreña, que sufrió las consecuencias del militarismo, no debería pasar desapercibida tan grave y peligrosa situación.
*Periodista y activista social.