René Martínez Pineda
Sociólogo, UES
Empezó a escribir la novela sobre el último molino de viento unos dos meses antes. La deja de lado por trabajos urgentes o por pérdida de la inspiración, volvió a retomar el escrito cuando regresaba del mercado; se interesaba lentamente por la trama que estaba en ascuas, por el retrato de los pocos personajes que iba afinando letra a letra. Esa noche, después de readecuar el programa de la materia que impartía y discutir con sus hijos sobre el rastro positivo y negativo que deja la tierra cuando completa una órbita elíptica alrededor del sol, volvió a la novela en la tenue tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque Libertad. Sentado en su silla de trabajo, de espaldas a las ventanas francesas y al largo confinamiento que estrechaba los espacios hasta hacer un nudo con las imágenes, solo escuchaba el ruido líquido de Amanda que barría y trapeaba profunda y severamente todo lo que encontraba a su paso, incluida su concentración. Para volver a lo suyo y ser inmune a la parafernalia de la copiosa mujer de la limpieza permitió que su mano jugara una y otra vez con las sensaciones del día y se dispuso a escribir unas cinco páginas. Al menos esa era su meta.
Su memoria volvía sin esfuerzo a los nombres, los lugares y las imágenes de los protagonistas; la ilusión creativa y el ansia de terminar la novela tomó posesión de su ser casi de inmediato. Sintió el placer casi pérfido, casi dulcito, de irse soltando palabra a palabra de la cotidianidad de la rutina que lo masacraba sin piedad ni tregua; sentir en ello que el armario de su memoria llena de olvidos reposaba cómodamente al compás de las aspas del molino de viento que describía; que los cigarrillos seguían intactos y al alcance de la boca para darle el toque exquisito a las imágenes en soledad que dejaron en soledad las calles; que más allá de las ventanas comían y reían los zanates bajo el gris atardecer de las bancas del solitario parque. Esdrújula a llana, gerundio a metáfora, pasado a futuro, absorbido por el sórdido dilema de las víctimas en el papel de héroes inmunes a la muerte o sus similares y conexos; dejándose abrazar y besar por las vívidas imágenes que se reunían en el parque sin poner un pie en él, y tenían color y movimiento propios confundiendo, hasta la necedad, el pasado con el futuro y el presente, fue testigo o torturador del último encuentro en la cárcel clandestina que estaba a unos mil novecientos treinta y dos pasos del parque Libertad. Eso sí es cinismo o ironía.
Parapetada en el movimiento cada vez más lento del molino de viento del que se prendía la vida, la mujer de su novela se deslizaba en silencio y descalza hasta el cuarto de torturas, perversa, golosa, traicionera; sentado estaba el torturado, el reo sin protocolo judicial que aliviara sus dificultades respiratorias, magullados los labios por el culatazo que pretendió borrar su silencio. Pero los golpes no eran ni serían efectivos. Por eso la mujer trató de limpiar la sangre de los labios con un beso apasionado que condujera hasta la metamorfosis del traidor de los mártires, pero él rechazaba los besos, no estaba ahí sentado, a mil novecientos cuarenta y cuatro pasos del parque Libertad, para darle de comer a los zanates ni para repetir los rituales de la desfloración de la honradez escondido en un laberinto de hojas secas que no sirven de nada para llegar al centro y luego descubrir la salida. La nueve milímetros cambiaba su frío oscuro por el calor de la sien izquierda que gemía como animal emboscado por su depredador más temido… debajo de la sien, a mil ochocientos treinta y tres pasos del parque Libertad donde comían los zanates, latía acurrucada la libertad que sí cuenta, la libertad colectiva, la libertad de respirar sin temor ni dolor. Entre la mujer y el hombre sentado huyendo de los besos como nueva forma de tortura, hizo correr un diálogo que como serpiente se arrastró por lo menos dos páginas, y sintió que el desenlace vertical que andaba buscando casi estaba concluido. Estaba tan solo a mil novecientos setenta y nueve pasos del parque Libertad y no lo había visto. Los besos que limpiaban la sangre de los labios para extraerle información, fueron auxiliados por las manos que, por ser una mujer entrenada por la CIA, estaban seguras de que romperían el silencio. Pero los besos y caricias carnales lejos de disuadirlo dibujaban aciagamente la silueta de otro cuerpo del que era necesario protegerse como si se estuviera en medio de una hojarasca de virus altamente contagiosos. Esa silueta, que voló del parque como asustada por un ruido inesperado, era la de un zanate abrazándolo como si le diera un beso en la mejilla. Todo seguía igual; la leyenda de lo que diría en el caso de ser capturado –como era el caso- no se había olvidado: coartadas del trabajo en el que lo conocían por su nombre legal; lugares visitados por azar puro, pero dejando indiscutible evidencia de ello; sus largas visitas al parque para darles arroz y migajas de pan a los zanates y palomas que estaban dispuestas a testificar a su favor; posibles errores en la vida de la protagonista estaban siendo resueltos a tan sólo mil novecientos noventa y dos pasos del parque Libertad.
Amanda estaba como loca, estaba como poseída por el demonio de la lluvia; se esmeraba cada vez más en dejarlo todo absolutamente barrido y trapeado. A partir de esa página; a partir de esa situación que estaba a tan solo dos mil diecinueve pasos del parque Libertad; a partir de ese raro movimiento de las cosas y las imágenes que se visten con el hipérbaton del domingo para ir a la santa misa de los nuevos creyentes de la utopía; a partir del abrazo del zanate (que es nauseabundo o exquisito, eso depende de las intenciones del ave y de si el último molino de viento aún sigue con vida y dando vida) cada personaje tenía su papel escrupulosamente asignado en función del escrúpulo de los otros protagonistas. Repasar cada línea escrita a pesar del necio y glacial ruido de Amanda; volver a revisar cada diálogo para garantizar que es una serpiente con cabeza; hacer un conteo despiadado de lo que no se ha dicho; estar seguro de que sólo se tomará un respiro en la novela -que ya casi se escribe sola- si es interrumpido por una mano conocida y tibia que acaricie su mejilla y por unos besos que cubran sus labios ensangrentados y ahuyenten el abrazo del zanate que persiste en el inframundo de lo ajeno. Ya casi amanecía y Amanda seguía en lo suyo.