Myrna de Escobar,
Escritora
Lidia vivía como una ermitaña en plena capital. Su boca como su puerta escasamente se abría hasta ese domingo que la inusual visita apareció en el portón del edificio en busca de ayuda. Llevaba consigo una vara de castilla.
—Buenos días, vecina. Déjeme pasar al edificio. Por favor. Vengo por mi hijo.
Lidia, sin comprender por qué había descendido desde el quinto piso del condominio en un día domingo, miro a la mujer con extrañeza.
—¿Puedo ayudarle? Interrumpió
—Mi hijo huyó, y necesito llevarlo a casa. Desde aquí puedo hacerlo. Esta vara me servirá.
Percatándose hasta entonces de su bata de dormir a medio abotonar y sus pantuflas al revés, Lidia la miró con extrañeza.
Todos, excepto Lidia, sabían del infructífero esfuerzo de la mujer por ser madre. Totita, — como le llamaba— era el hijo en quien los Henríquez proyectaban su amor. De mirada pizpireta y andar altivo, este se paseaba de un lado a otro delante de las visitas remedando todo lo que oía. En sus dedos finos presumía con estilo un par de botas que su madre le había tejido para cuidarle del resfrío sin faltar quien se burlara de su madre por el excesivo cuido.
—Toto es mi hijo. Es un perico. — exclamó con orgullo.
Todo fue inútil. Subió a la segunda planta y luego a la tercera. El hijo que había adoptado en la soledad de su matrimonio yacía en una rama de alas verdes. Sus frugales cantos se hacían eco de aquel concierto dominguero.
La mujer salió del edificio. Lidia retornó a su labor de lavado en el último piso del mismo, mientras escuchaba el llamado insistente de la mujer.
_ Tota, Totito. Ven mi niño, no me dejes.
Este, maravillado por la inmensidad se alejó perdiéndose entre el azul de la natura entera. Emprendía gozoso el viaje a la libertad.
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