El portal de la Academia Salvadoreña de la Lengua
EL ÁGRAFO Y YO
Eduardo Badía Serra,
Miembro de la Academia Salvadoreña de la Lengua.
La soberbia es la máscara
de la ignorancia,
Anónimo.
En las últimas diez columnas publicadas en este prestigioso Suplemento Tres Mil de CoLatino, me ocupé de hablar sobre las virtudes. Lo hice porque considero necesario que se conozca un poco sobre esta categoría que debe acompañar a las acciones de los hombres, sobre todo de los jóvenes, y más aún de aquellos que de alguna manera y en diferentes niveles dirigen el destino de sus países. Un dirigente que no practica la virtud es un peligro para su pueblo, para las gentes que dirige y a quienes a la vez administra sus derechos fundamentales y sus bienes vitales. Nuestro país pareciera estar ausente de esta práctica, y se olvida de que debe actuar conforme a ella. Eso es lamentable. Por ello hablé de las virtudes como de los ocho caminos necesarios de recorrer para abrir las doce puertas por las cuales puede accederse a una sociedad libre, justa, tranquila y feliz. Así les llamé a estas especies de cuentecillos, comenzando por la sabiduría, y siguiendo con la prudencia, la sencillez, la templanza, la lealtad, la constancia, la libertad, y terminando con la armonía, que es, esta última, aquella virtud en la que parecieran concentrarse todas las otras.
Quien practica las virtudes, rechaza aquellos antivalores tan perjudiciales para la persona humana, y particularmente para aquellos en que, como digo, los pueblos han delegado su dirección. Quien las ignora, se subsume en un mundo en el que el culto a la propia persona va manifestándose en actitudes que se centran en la prepotencia, el desenfado, la soberbia, la arrogancia, y que se resumen en una conducta irresponsable y dañina para quien representa. Un joven dirigente que es soberbio, en resumen, ignora que esta le vuelve ingrato, le ensombrece su ignorancia, y le envuelve en la mediocridad, como diría, sabiamente el Rey Salomón, haciendo que se manifieste en él una conducta basada en el uso de esos dos infames dardos a los que se refería Mateo Alemán, el gran español del siglo de oro autor de la famosa novela picaresca Guzmán de Alfarache, esto es, la ira y la envidia.
En un joven dirigente se impone el ser justo, respetuoso, humilde, amable con sus dirigidos, prudente, y su actitud debe ser aquella del hombre en el que en su interior reina la armonía y la paz. No es bueno que se exprese con la arrogancia y el ensoberbecimiento, ni que trate de actuar siguiendo las virtudes de un príncipe maquiavélico, para quien es preferible ser temido que ser amado, imitando al zorro en el momento de ejercer la diplomacia, o al cruel león en la batalla y en la aplicación de la justicia, irrespetando a sus súbditos y condenándolos irreflexivamente sin tener causa admisible entre sus manos. Más bien, lo saludable en un joven dirigente es que siga aquello de lo cual hablaba el Doctor Iluminado, Ramón Llull, en sus admirables obras de filosofía política, El Libro de las Maravillas, del cual es parte El Libro de las Bestias, y El libro de Caballería. Llull, en sus Principios del Arte, hablaba de un dirigente que no se canse de la virtud, una virtud que sólo sabe manifestarse con el orden interior. No hay virtud sin orden, decía el gran catalán, advirtiendo a los hombres que como es más lo que ignoras que lo que sabes, no hables mucho. Bondad, grandeza y eternidad, poder y sabiduría, voluntad, verdad y gloria, deben ser las virtudes propias de todo dirigente, virtudes que saben a menudo molestar los ímpetus de la juventud, pero que si no se tienen no deberían estos jóvenes tener el atrevimiento de calificarse como los conductores de los pueblos.
Los jóvenes deben saber escuchar los buenos consejos. Rechazar las delicias que saben ofrecer las conductas viciosas, respetar a sus dirigidos, defenderlos y saber administrar sus necesidades propendiendo a brindar las condiciones necesarias para una vida justa y feliz. Pero ello no es posible cuando la expresión de su conducta se refleja en actitudes como aquellas a las que he hecho referencia. Debe rechazar estas actitudes, admitir que no está en ellos la verdad absoluta y la total sabiduría, dejar los deseos utópicos que saben orientar las acciones hacia las obras magnificentes y deslumbrantes, y admitir que lo primario es atender las necesidades naturales y propias de la existencia vital. Esto es, deben situarse en la realidad.
Hace algunos tiempos escribí un sencillo poema que considero atingente a esto que comentamos ahora. Lo llamé El Búho y el Burro, y quisiera exponerla en esta oportunidad, con la anuencia, por supuesto, de mis estimados lectores:
EL BÚHO Y EL BURRO.
Dice el búho orgulloso medio oculto en la rama,
al burro que, tranquilo, reposa en el potrero:
“Porque soy el más sabio, siempre soy el primero,
y por ello al consejo todo el mundo me llama.
Tú, en cambio, sólo sabes reposar en el pasto,
no sabes del futuro, y nunca anhelas nada.
Por eso tanta hierba tu barriga se traga,
y a tu ocio continuo el tiempo no da abasto”.
El burro, de reojo, vuelve a verlo, y suspira
mostrándole, indolente, su recia dentadura.
“Amigo, tú eres sabio; por eso en la espesura
te mantienes muy lejos del mundo que te admira.
Pero yo soy humilde. No pretendo ir al cielo
como tú, que te elevas con tus alas hermosas.
Yo, aquí, de mi potrero, me sobran muchas cosas,
y sobre todo tengo mis cascos en el suelo”.
Hay en el mundo, amigo, quien al búho se aferra,
y cree saberlo todo, vistiéndose de galas.
Se sienten poderosos porque creen tener alas
pero nunca han posado sus patas en la tierra.
Por eso, pienso a veces que aquellos lejanos pueblos ágrafos, precisamente por ser ágrafos fue que fueron sabios.