Myrna de Escobar
Los nacidos en los 70’s crecimos en un momento donde la palabra de un maestro era indiscutible, incuestionable. Ellos tenían la venia de nuestros padres para corregir nuestras malacrianzas en el aula, y qué decir de la casa: con una mirada bastaba. Hoy en día, la situación es diferente y el producto de la alcahuetería de los padres llega al aula cuando queda poco por hacer, tristemente. Sin embargo, los docentes seguimos bregando en el mundo del saber haciendo lo nuestro para heredar a la patria mejores ciudadanos y profesionales a la altura de las necesidades del país desde nuestras escuelas públicas o privadas.
De niña no entendía muchas cosas, pero las guardaba en mi mente porque sabía que me estaba preparando para ser grande. Lo sé por las palabras de mi abuela cuando decía: “Quien no oye consejo, no llega a viejo.
De las cosas que aprendí en la escuela recuerdo bien 3 palabras de labios de la Seño Arce, mi maestra de Matemáticas.
__ “! Sos aplicada!, cipota”.
Me lo dijo dándome unas palmaditas en el hombro. Sabía cómo se me dificultaba el razonamiento matemático. Hoy es impensable dar unas palmaditas en la espalda a un estudiante. Se dan la vuelta y te dicen: “No me vuelva a tocar y la demando”. Claro, se han cometido tantos delitos contra la niñez, que es comprensible. Es mejor la distancia. Volviendo al tema de mi maestra, aquel día llegué eufórica a casa y le conté a mi mamá que la maestra me había llamado inteligente. No era lo que ella dijo, pero así lo entendí yo. De eso me di cuenta años más tarde, cuando llegué a Psicología del Aprendizaje en la universidad. Hoy que se la diferencia no se las comparto a mis alumnos. Los preparo para saber que pueden como lo hizo mi maestra con tres palabras. ¡No te limites! ¡Puedes llegar lejos!
Esas tres palabras que yo malinterpreté fueron el motor de mi entusiasmo para dedicarme al estudio sin reprobar un tan solo grado. No a la velocidad de los demás ni con los mismos recursos, pero aprendía.
Tristemente muchos alumnos en las escuelas públicas desestiman el sacrificio de sus padres y ni aún con el internet entregan tareas. Ni con paquete escolar asumen su rol de estudiantes. Llegan a la escuela como a una guardería, esperando herencia, tal vez. No tienen perspectiva y el tiempo apremia. El sistema los envuelve y hace el trabajo del maestro más arduo por persuadirles a cambiar su realidad desde los libros, como lo hizo mi maestra con tres palabras.
Ser personas es el fin último de la educación, pero sin el acompañamiento de los padres, poco se puede hacer en las aulas.
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