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El amor en los tiempos de la mascarilla (3)

René Martínez Pineda

Sociólogo, UES

La peste negra montó el escenario de la muerte mostrando horripilantes bubones en el cuello que explotaban dejando asquerosas manchas de sangre, razón por la cual se le llamó también “la muerte roja”, nombre y miedo que sería retomado por Poe cuando escribió “la máscara de la muerte roja” para representar a lo que se le teme buscando refugio en la fiesta de la carne… “y, entonces, reconocieron la presencia de la muerte roja. Llegó como un ladrón en la noche y, uno por uno, cayeron los alegres libertinos por la sala de la orgía, inundados de un rocío sangriento”. La orgía de Poe es una metáfora de las formas en las que se luchó contra la peste negra: grandes piras devorando cadáveres y tocando con sus llamas el cielo al compás de los gritos carnales de los familiares y sacerdotes que creían que la única cura se hallaba en la insomne flagelación pública, en medio de cuerpos que se apilaban en las calles, dándole una escenografía a la naciente danza de la muerte. Esos años de oscuridad sirvieron de base para darle otro rumbo a Europa, sobre todo en lo referido a la sanidad pública y la arquitectura urbana en el marco de un nuevo humanismo que se concretaría en el llamado Renacimiento.

Por su lado, el nuevo continente sufriría sus propias pestes negras y muertes rojas de la mano de los conquistadores que portaban la sífilis en sus espadas y cien infecciones inéditas en sus ojos, reduciendo la población nativa en un sesenta por ciento. En las latitudes del nuevo continente podemos hablar de las devastaciones provocadas por las epidemias de gripe (1493), sarampión (1501), viruela (1519-1520) y tifus. Las Américas -en ropas menores- tuvieron que sufrir hasta la muerte, aprender de los errores y vencer o convivir con su propio medioevo de las epidemias que les enseñaron una nueva forma de vivir y amar en medio de la muerte creando una cultura olorosa a peste. Defino lo anterior con una frase de El amor en los tiempos del cólera: “Había pasado a una posición que él mismo definía como un humanismo fatalista: cada quien es dueño de su propia muerte y lo único que podemos hacer, llegada la hora, es ayudarlo a morir sin miedo ni dolor”.

Como la Europa renacentista, la América conquistada reaccionó creando nuevos trazos urbanísticos dándole una imagen de sanidad a los cuatro virreinatos y se promovió una lengua común para que las indicaciones sobre los contagios fueran asimiladas por todos al pie de la letra. Camus hace una solapada referencia a esto cuando, hablando de la peste, afirma que “todas las desgracias de los hombres provienen de no hablar claro”.

Más reciente en el recuento de muertos e infectados, tenemos la pandemia de la Gripe Española (1918), una versión más letal y contagiosa de los brotes gripales que sucedieron en el siglo XIX con el nombre de Influenza. Como era de esperarse, la Gripe Española tuvo su versión literaria en “El Jinete Pálido” (Laura Spinney) que dramatiza la epidemia de gripe más grande y letal de la historia, en tanto dejó unos cincuenta millones de muertos. Esa gripe es, por sus efectos y medidas, el preámbulo de la pandemia de Coronavirus que no podemos obviar, aunque en la práctica lo hallamos obviado.

Los antecedentes han sido suficientes y las mascarillas para mantener vigente el contacto sexual rabioso, para retener el amor familiar y para evadir los contagios han sido miles de millones, y eso me lleva a afirmar que vivimos desde hace cien años en “los tiempos de la mascarilla”. Sin embargo, todo eso, siendo suficiente, no ha sido suficiente, pues si bien las reacciones de las sociedades para vencer sus respectivas pestes dependieron de lo que sobre ellas se aprendió, la euforia del triunfo ha hecho que esos aprendizajes se olviden “el día después”, dándole validez a la frase de Camus: “el hábito de la desesperación es peor que la desesperación misma”, esa desesperación que ha transitado de las danzas de la muerte a las mascarillas que se usan en el laberinto de la soledad.

Eso explica los recurrentes colapsos de la humanidad desde 1918. En 1957 nos cayó la pandemia de Gripe Asiática y en 1968 la Gripe de Hong Kong que se dispersaron en un santiamén por el planeta. En 1981 supimos que las mascarillas no son suficientes al ser azotados por el SIDA que hizo más evidente la relación entre lo biológico y lo social, y ese virus se convirtió en una metáfora del malestar político y la hipocresía cultural bajando la mascarilla a los genitales.

En 2003 –después de vivir el miedo a las aves- el planeta fue sorprendido por el SARS (la primera gran epidemia del siglo) y, de nuevo, la mascarilla sería la mediadora del amor y el contacto cercano sería un acto peligroso y punitivo. En ese año la gente incorporaría al diccionario una palabra hasta entonces desconocida: coronavirus; los aeropuertos serían elevados a la categoría de “retaguardias de la guerra biológica”, mostrando que el ser humano es un ente sin fronteras y que las cuarentenas serían las nuevas cavernas que nos salvan del peligro. La alerta fue puesta, pero nadie se alertó, y la mascarilla volvería a ser sólo un disfraz para las orgías cotidianas.

Como siempre, las sociedades reaccionaron solo para el momento de pánico y los laboratorios lo hicieron si era rentable. En los primeros años del siglo XXI la humanidad le echó un vistazo a la dura cotidianidad de 1918 en la que tuvo que encerrarse a la espera del “crack de la bolsa de valores de Nueva York”.

En resumen, al recordar las enseñanzas de los pavorosos años de las pestes que retaron la inteligencia y coraje humano, cada vez elevando el tono de la angustia y la desesperación que al final ilumina todo, concluyo que sobrevivimos a nosotros mismos sobre la base de la solidaridad social, y que el “paciente cero” de todas las pandemias es siempre la pobreza masiva con la que se edifican las nuevas sociedades y las filosofías civilizatorias. El mejor ejemplo de lo anterior es la peste negra que fue la partera del Renacimiento. En 2020 nos convertimos en la sociedad del confinamiento y la exclusión social de los ya excluidos, y se jura que hemos entrado a la nueva normalidad de la higiene sin besos. Tenemos meses de sufrir, llorar y gozar a escondidas el amor sanitario en los tiempos de la mascarilla. Estoy obligado a volver a Octavio Paz para comprenderme a mí mismo: “El siglo de la salud, la higiene, los anticonceptivos, las drogas milagrosas y los alimentos sintéticos, es también el siglo de los campos de concentración, del Estado policíaco y del “murder story”. Nadie piensa en la muerte, en su propia muerte, en su muerte propia, porque nadie vive una vida personal. La matanza colectiva no es sino el fruto de la colectivización de la vida”.

¿Qué pasará el día después si la higiene depende del bolsillo? Si en esta guerra de soldados invisibles vence la mascarilla, el derrotado será el amor.

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