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EL ARTISTA QUE TRASCENDIÓ

ADL

A la memoria de Miguel Enrico Mónchez, Talapo.

Aunque mi padre sostenía que el teatro no era para leerlo sino para verlo, sí que leía con gran devoción y divertimento a Molière, es decir al gran dramaturgo francés Jean Baptiste Poquelin (1622-1673), y fue, precisamente, de su mesa de noche, donde sustraje esas fantásticas obras, que tantas horas de placer me prodigaron en la pubertad.  Entre ellas: “El tartufo”, “El médico a palos”, “El enfermo imaginario, “Las preciosas ridículas”, “Los enredos de Scapin” y por supuesto, “El avaro”.

Poco tiempo después vi algunas de ellas en escena, gracias al recordado teatro del INFRAMEN (Instituto Nacional Francisco Menéndez), y al Taller Libre de Teatro, en aquellos finales de los años 70 y principios de los 80.

La comedia, el sarcasmo, la frase chispeante, ingeniosa, la tomadura de pelo, el desconcierto de los incautos es fantástico en Molière. Esa capacidad del humor para develar los vicios y pecados de gobernantes y gobernados; de pudientes y miserables; de reyes, prelados y plebeyos es un instrumento maravilloso de la crítica y de la moral social. Sin embargo, el asunto, para nuestro interés, se vuelve único y valioso, cuando es la expresión corporal, la magia del drama, los parlamentos floridos o el silencio, lo que se ubica al centro del juego. Esa es la gran diferencia entre la estricta sociología, política, antropología y el arte: el lenguaje, la dimensión estética.

Y esto lo sabía, lo comprendía muy bien, un gran amigo y artista que inició ya su ruta hacia otros parajes más felices y bondadosos, me refiero a Miguel Enrico Mónchez (Talapo), quien deja tras de sí, un espectáculo, una comedia portentosa, que se inició -más notoriamente -desde los últimos años de la guerra, que tuvo sus mejores momentos en los primeros tiempos de la posguerra, y que concluyó, con la gloria del arte, con motivo de su fallecimiento.

Ya no recuerdo exactamente cuándo ni dónde presencié su actuación, como gran mimo, por primera vez, pudo ser en el campus de la UES, en alguna marcha o en una plaza pública de San Salvador. Lo cierto es que “el Talapo”, como lo llamábamos, siempre estuvo ahí, desplegando toda su creatividad, su extraordinaria imaginación, su don natural como acróbata y mimo, en donde creía que debía estar, o sea, junto a los estudiantes, junto a los obreros, junto a los pobres, junto al proyecto histórico y revolucionario al cual volcó buena parte de su trayectoria artística.

“Talapo” se identificaba e incorporaba al público con gran naturalidad; lo convertía en parte del espectáculo. La cuarta pared teatral se pulverizaba inmediatamente desde que preparaba toda su actuación, su personaje, de cara al público.

Su arte, muy profesional, de gran impacto masivo, se había nutrido de un constante estudio, investigación y ensayo continuo. En él la construcción de las historias y de los personajes eran procesos que asumía muy seriamente, y que se revelaban, luego, en la calidad artística de su acto. Casi siempre eran historias o actuaciones novedosas.  Como los grandes, la improvisación se le daba con genialidad. Disfrutando su espectáculo muchas veces pensé en Chaplin, en Harold Lloyd o en el maravilloso Buster Keaton.

Ahora que sólo nos queda el recuerdo de su fantástico número; sus fotografías y vídeos; su especial magisterio en todos los que fueron sus alumnos, un fuerte abrazo a su memoria. A su memoria de artista siempre sonriente; pero enérgico al combatir a los tiranos de todos los tiempos.

Un abrazo a quien encaró también a sus propios fantasmas y demonios interiores, en ocasiones más crueles que los exteriores, más despiadados.

Con él se va otro de los más relevantes artistas de un período épico de nuestra historia, donde la cultura y el arte se lanzó a las calles y compartió hombro a hombro con los desposeídos, sus triunfos y miserias. Una generación de artistas muy coherentes con su ideario social, entregados y valientes ante su pueblo. Paz en su camino hacia el Absoluto, y nuestras condolencias a su familia.

 

 

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