Por Mauricio Vallejo Márquez
Una tarde del 2001 salía de clases en la Universidad. No recuerdo la materia, pero sí que llevaba una camisa celeste y pantalón negro, así como mi primer celular. Era un Nokia 5110, dato que corroboro ahora gracias a Google, pero en esos años sólo sabía que era un teléfono móvil y la marca era esa. Mi primo Joaquín Vásquez llegó una tarde a visitar a mi abuela Josefina y resultó que convenció a mi abuela para adquirir el artefacto. Recuerdo bien que lo llevaba dentro de una caja y le mencionaba a mi abuela todas las maravillas que tenía. Yo apenas observaba a la distancia, ellos estaban en la sala. Pocos minutos después mi abuela me llamó y me dio el celular. Era el primero que tuve. Ya no recuerdo el número, es posible que esté impreso en alguna de las tarjetas que imprimí en esos años.
Mi abuela me brindó ese instrumento para mantenerme comunicado, así que esa fue la función que tuvo, era para llamadas de emergencia y avisar si iba a llegar tarde en laguna ocasión. Y esa noche fue una de ellas. Lo llevaba sujeto a mi cinturón en un estuche de cuero y plástico. Me sentía un señor importante con aquel hermoso ladrillo que me servía para jugar Snake y una que otra llamada.
Estaba en la parada de bus cuando decidí irme al Diario Co Latino para adelantar en el Suplemento Tres Mil. Me encargaba de diagramar el Suplemento el primer año de coordinación de Álvaro Darío Lara en el 2001. No me preocupaba mucho lo de los buses porque siempre pasaban tras las 8:00 de la noche alguno de la 46 C. Así que llegué al Diario y adelanté la diagramación de cuatro tabloides. Estaba casi solo en Diagramación. La Tatiana se había ido a cenar e Ivonne de pronto desapareció. Apagué la computadora y regresé a la parada. Tras unos minutos pasó un microbús, de esos blancos con verde que parecían peceras. El motorista tomó los 25 centavos y busqué un asiento a la mitad de la unidad. Atrás iba un muchacho de unos 16 ó 18 años. Éramos solo los tres hasta la parada del Café Don Pedro cuando se subieron dos sujetos que buscaron diferentes asientos, el primero adelante y el otro el fondo. Esa fue mi escuela, aprendí a olfatear a los mañosos. Aparentaba que no pasaba nada y de pronto estaba encañonado con un revolver que olía a aceite y pólvora.
—Vaya, hijueputas. Hoy nos dan la feria —dijo el que encañonó al motorista
Yo levanté las manos sintiendo lo helado del cañón en mi sien. No era la primera vez que me encañonaban, pero esta ocasión me puso nervioso cuando le sentí el tufo a guaro de ese que sentía cuando pasaba por la cantina que estaba arriba de mi colonia.
—¿Vos andás armado?—me increpó.
—¿Cómo voy a andar armado? No ando arma—le contesté
—Yo no ando dinero—contesté tímidamente.
El tipo inclinó la cabeza para escanear mi ajuar y le vi la mirada de duda. Afuera la calle desolada, ni un alma cerca. No había esperanza de que pasara una patrulla o algo, sólo quedaba aprender a negociar.
—Pero ando este celular —le señalé, mientras le pasaba el aparato.
El sujeto lo tomó y lo hojeó con atención. El otro ya llevaba la caja con las monedas del motorista. Le hizo un guiño y se bajaron del bus bajó el desnivel de la Roosvelt y el bulevar de Los Héroes. El bus estaba apagado y a oscuras. Los tres que nos quedamos empezamos a vernos. El muchacho fue el primero en hablar.
—Yo los detecté al entrar. Tiré la cartera debajo del asiento y no me hallaron nada—contó el muchacho
—A mi me quitaron la caja y llevaba lo del último viaje. ¿Y a vos?—me preguntó el motorista.
—Les di el celular.
El silencio lo inundó todo.
Arrancó el bus y continuó su ruta.
—Háganme el paro de ir al Punto para decirle a los patrones lo que pasó.
Cómo vivíamos cerca y por solidaridad accedí. Llegamos los tres al punto al mítico Punto de la 46 C, donde sentaron al motorista en una silla de metal, ahí se le veían los pies juntos y abrazándose con sus brazos, como si fuera cómplice del asalto y esperara la condena. Seguro tenía esperanza de que nosotros ayudáramos a minimizar el golpe que se iba a llegar. Una señora nos interrogó a nosotros. Explicamos lo que pasó, sin dar referencias distintas a los hechos y no sé si le creyeron o no al pobre motorista. Ya era noche, pasadas las 10:00, así que comencé a comer camino y bajé por San Ramón hasta llegar donde terminaba el bulevar Constitución para emprender el oscuro recorrido a mi casa sin celular.
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