Luis Armando González
Este 16 de noviembre se conmemora a los jesuitas de la UCA, look en el XXVI Aniversario de su asesinato. Como si nada, el tiempo ha transcurrido con su irreversibilidad indiscutible haciendo que aquellos dolorosos acontecimientos se alejen cada vez más de nosotros. En la medida que eso pasa –y que es inevitable que así sea— sólo queda la memoria como resguardo no sólo de esa tragedia para la inteligencia y la ética, sino de lo que esos jesuitas hicieron por el cultivo del conocimiento, el compromiso y la búsqueda de un proyecto de convivencia social más justo y solidario.
Como enseñaron los teóricos críticos de la escuela de Frankfurt, la memoria es la que permite mantener vivo el recuerdo de las víctimas, es decir, de quienes padecieron una violencia injusta por parte de individuos, grupos o instituciones de poder.
En la medida que el tiempo pasa, sólo queda la memoria como resguardo de lo que esos jesuitas hicieron por el cultivo del conocimiento, el compromiso y la búsqueda de un proyecto de convivencia social más justo y solidario.
Y los jesuitas asesinados en la madrugada del 16 de noviembre de 1989, lo mismo que Elba y Celina Maricet Ramos, fueron víctimas de una violencia injusta que terminó, de manera salvaje, con su vida.
Hay que asegurarse que ese hecho de muerte –con el dolor real que causó en las víctimas y sus seres queridos— no se olvide, no por un afán masoquista, sino porque se trató de un hecho real que si no se recuerda en sus dimensiones reales puede conducir, en el futuro, a una idealización que denigre la dignidad de quienes sufrieron en sus cuerpos un ejercicio de violencia irracional.
No hay que olvidar, pues, la realidad de lo sucedido esa trágica madrugada. La memoria de colectiva del país debe ser refrescada permanentemente con el recuerdo, lo más fiel posible, de esos terribles asesinatos.
Separar la vida de los
jesuitas asesinados de su obra intelectual, política y cívica es una afrenta a su dignidad. En virtud de esa vinculación, su muerte adquiere un sentido histórico que no se debe ocultar
ni soslayar.
Pero también debe conectarse ese recuerdo con lo sucedido antes de ese día, lo cual remite a la trayectoria, intelectual y ética, de los jesuitas asesinados, y a la imbricación de esa trayectoria con la realidad nacional salvadoreña. Es decir, su muerte no fue algo aislado o algo accidental; de alguna manera, fue la culminación de un compromiso con un país distinto, más inclusivo, humano y justo.
Separar la vida de los jesuitas asesinados de su obra intelectual, política y cívica es una afrenta a su dignidad. En virtud de esa vinculación, su muerte adquiere un sentido histórico que no se debe ocultar ni soslayar. Quienes planificaron y ordenaron su muerte querían acabar con esa trayectoria de compromiso y de responsabilidad intelectual y ética. De alguna manera, se cobraban caro el desafío que la obra de los jesuitas en El Salvador –comenzando con Rutilio Grande— había significado para sus privilegios y abusos de poder.
No hay que olvidar, pues, la realidad de lo sucedido esa trágica madrugada. La memoria de colectiva del país debe ser refrescada permanentemente
con el recuerdo…
Mirar hacia atrás en el tiempo, antes del 16 de noviembre, es importante para entender lo sucedido esa madrugada en el campus de la UCA. Sin un ejercicio comprometido y honrado de la memoria, esa tarea no será posible. Ese ejercicio es una obligación de quienes aún vivimos, especialmente si decimos identificarnos con los ideales y principios de los jesuitas asesinados el 16 de noviembre de 1989.