Alonso Acosta Rivera
Mi hermano Osmaro de Jesús Acosta Rivera, mi primo Jeremías Melgar Henríquez y mi tío Julio Acosta Rivera (hermano de mi padre) estaban organizados en el PRTC, y el 21 de febrero de 1980 se dirigían a una reunión en la zona baja del volcán de Guazapa.
Cerca del desvío la Mora, en el cantón El Zapote, del municipio de Suchitoto, chocaron con un camión del ejército, combinado con reconocidos miembros de ORDEN, donde fueron acribillados a balazos.
Los tres iban armados con pistolas para defenderse, pero el lugar donde chocaron, era un callejón y no tuvieron más alternativa que disparar, porque de igual manera morirían si los capturaban.
Jeremías iba seguramente adelante y fue al primero que le dispararon, tenía un disparo de fusil G3, de calibre 7.62 mm en la rodilla, que lo dejó de inmediato sin poder caminar, pero aun así trató de cubrir la retirada a Osmaro y a mí tío Julio. Se quedó como todo un héroe, apostado a la orilla de la calle disparando con su pistola, para mientras se retiraban los demás, pero él ya no pudo escapar y recibió otro disparo de G3 en el pecho que le salió por la espalda, donde murió de inmediato.
Osmaro logró saltar la cerca pero cayó a unos 50 metros, tratando de pasar otra cerca de alambre, también tenía un disparo de G3 en la pierna y otro que le atravesó el pecho, pero de costado a costado, atravesándole seguramente el corazón, y también murió de inmediato.
Tío Julio, sin embrago, logró escapar y sobrevivir, porque era seguramente el último del grupo y mientras el ejército se concentraba disparándole a Jeremías y a Osmaro, él logro escapárseles.
Nosotros escuchamos la balacera como a eso de las dos de la tarde, pero era como a unos cinco kilómetros de distancia, no dejó de alarmarnos porque se trataba de otra incursión del ejército, pero nunca nos imaginamos que la tragedia era para nosotros.
Como a eso de las cuatro de la tarde nos llegaron a avisar que a Osmaro y a Jeremías los habían matado, cerca de la hacienda El Izcanal, en El Zapote.
La noticia nos cayó como un balde de agua fría, la garganta se nos hizo nudo y el pecho diminuto para retener los sollozos. Las lágrimas trataban de abrirse paso sobre las mejillas, pero las detenía la impotencia, todas las preguntas surgían sin respuesta, ¿por qué?, ¿quién?, ¿cómo?, no podíamos ni queríamos creer lo que estábamos escuchando, estábamos completamente consternados por la mala noticia.
Todo el entorno se envolvió en tristeza, el ambiente tomó un tono opaco, y desapareció el brillo de las cosas.
Se nos informó que ya la gente se estaba reuniendo en la casa de mi tía Rosalina Rivera para salir juntos a recoger los cuerpos.
Yo no recuerdo haber consultado a nadie, porque tan pronto como escuché que la gente se estaba reuniéndose donde mi tía Rosalina, llegué ahí en menos que canta un gallo.
Cuando llegue había ya mucha gente que había llegado de los alrededores, algunos llevaban hamacas y otros llevaban varas de bambú.
Yo no alcanzaba a reflexionar, ni medir la dimensión de lo que estaba pasando.
Ya estaba oscureciendo cuando empezamos a caminar hacia el lugar, íbamos algunas quince personas, pero a medida que íbamos avanzando se nos iban incorporando más y más gente, y al final éramos más de treinta.
Llegamos al lugar y al primero que encontramos fue a Jeremías, que estaba en la cuneta de la calle.
Luego subimos el barranco y encontramos a Osmaro, justo después de la cerca de alambre, seguramente la logró pasar, pero las balas lo alcanzaron antes de poder encontrar donde cubrirse.
A los asesinos no les bastó haberlos matado, sino que le dieron el tiro de gracia en la sien a cada uno.
Después de haberlos recogido los trasladamos para a la Iglesia –la ermita del cantón Mirandilla, para velarlos esa noche, y enterrarlos al día siguiente.
La situación estaba bien tensa en la zona y la noche que los llevamos para la ermita del cantón Mirandilla, en la madrugada se produjo un incidente.
Resulta que los compañeros del PRTC de la zona baja del volcán venían a acompañarnos a la vela, pero nadie de nosotros sabía que venían, o por lo menos los compañeros que estaban haciendo seguridad no lo sabían.
Los compañeros de seguridad estaban apostados en la escuelita El Zapote, porque desde ahí se veía la calle que subía desde la Iglesia Santa Eduviges.
Para poder dar aviso, en caso de que se acercara peligro, tenían unas bombas de contención, como se les llamaba a unas bombas que hacían un estruendoso sonido, pero que no eran industriales sino caseras.
Los compañeros al ver las columnas de gente que se acercaban por la calle que venía de la Iglesia, no pudieron distinguir por lo oscuro, si eran civiles o militares del Gobierno y detonaron una bomba cacera, lo que ocasionó que toda la gente que había llegado a acompañarnos en la vela se retirara, dejando a los cuerpos de Jeremías y Osmaro solos en la Iglesia o Ermita, como le decíamos.
Yo me había ido para la casa, quizás un poco después de medianoche, porque justo ese día me había puesto unas botas camineras que había comprado, y seguro que no eran originales, porque ya desde que iba, me iban puyando la planta del pie los clavos de la suela, pero a medida que los iba pateando más me puyaban, así que me fui para la casa para sumirle los clavos y regresar al siguiente día.
Yo tenía entonces 14 años, y no tenía mayor conciencia de la dimensión de aquellos acontecimientos; mientras que mi hermano Aris -que era un año mayor que yo- si estaba más consciente, y hasta portaba una pistola calibre 22 mm. para defenderse.
Aris fue el único que se quedó, con un amigo de él, cuidando los cuerpos de Jeremías y de Osmaro, cuando toda la gente se fue.
Mi padre estaba trabajando en Suchitoto y llegó esa noche a la vela.
Cuando yo regresé a la ermita, temprano por la mañana me encontré ahí con mi hermano, dando ejemplo de valentía y disciplina, junto a su amigo, creo que también se llamaba Osmaro, del Zapote; y que nunca lo abandonó. Al día siguiente regresó el ejército a la Mora, al lugar donde los habían asesinado, seguramente se esperaban que la gente iba a estar ahí recogiendo los muertos; para matarlos también, pero al no encontrar nada, subieron un poco más en la zona y asesinaron a una familia de apellido Mejía.
La balacera hizo de nuevo que la gente que había regresado se retirara, y mi hermano siempre con su valentía que lo caracterizó permaneció en su trinchera como el mejor de los soldados del pueblo, defendiendo la dignidad con una pistola calibre 22 mm.
Después que se fueron los militares, mi padre y don Candelario Melgar, el papá de Jeremías, acompañado de un grupo de valientes, sacaron los cuerpos hasta el desvío la flecha, donde mi padrino Tino Cáceres les hizo el viaje para llevarlos a enterrar a Suchitoto.
Ya los compañeros del PRTC habían llevado unos ataúdes para los dos.
Hasta Suchitoto los acompañó mi tío Juan Acosta, hermano de mi padre, Rafael Melgar, hermano de Jeremías, don Teódulo Guillén y Bertilo Guillén, su hijo.
Mi madre optó por no ir a ver a su hijo destrozado por la metralla asesina, prefería guardar la última imagen de su hijo, como lo vio salir aquel día, que sería su último.
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