ADL
Volaré oh-oh
Cantaré, oh-oh-oh-oh
(Clásica canción italiana)
A Víctor Hugo Granados González
Los tacos de Fabricio eran los mejores de la zona, y probablemente los mejores de toda la ciudad. Instalados en un pequeño local, con mesas al aire libre, que invadían incluso la zona del aparcado de vehículos, tenían un sugestivo encanto nocturno. El encanto de los olores de fritura y de las sórdidas trasgresiones.
El lugar era frecuentado por toda clase de personas. Aunque, los más prudentes, que gozaban de una linda familia llegaban “sólo para llevar”, dado el perfil del sinnúmero de feos parroquianos que tragaban la picante comida mexicana, mientras bebían directamente de las oscuras botellas de cerveza, como dioses ávidos de olvido y de excitantes sensaciones.
Por esos días la colonia donde se encontraba ubicado “El Cactus”, comenzaba a declinar. Algunos de los vecinos originales estaban vendiendo sus casas, por las oleadas de delincuencia procedentes de algunas zonas rojas con las cuales compartían el espacio. Además, un antro de mucho movimiento “La Marea”, tampoco contribuía a la tranquilidad nocturna de las familias, compuestas en su mayoría, por parejas de jubilados, que salían a caminar por las mañanas; y por muchas tías solteronas, rodeadas de jardines, y de perros, gatos y canarios.
Precisamente “El Cactus” era la antesala del bar, restaurante y pista de baile “La Marea”, por si antes de danzar, los alegres visitantes deseaban comer algo ligero, pero sustancioso. O si eran amantes más de la plática, pues, la taquería, era el sitio perfecto, en aquellos días donde la guerra abandonaba la ciudad para ir escalando posiciones peligrosas en las montañas del país.
En honor a la más absoluta franqueza, debo declarar que esa noche, antes del deseo de emborracharnos, nos arrastró una descomunal hambre. Eran los tiempos que entrenábamos atletismo en la universidad, y nuestra condición era excelente. Una resistencia envidiable y una aerodinámica contextura, que nos convertía en veloces mercurios urbanos.
Ese semestre llevábamos con una ibérica maestra, uno de los tantos cursos de lingüística que nos hicieron sufrir, y creo recordar, que preparábamos un examen. Sin embargo, el hambre, repito, nos llevó hasta donde Fabricio, para una restauradora pausa, en nuestra estudiosa ruta de esa jornada universitaria.
¡Cuán lejos estábamos de saber los inesperados sucesos que nos ocurrirían horas más tarde! Siempre solícito “el mexicano” (como llamábamos a Fabricio) nos atendió. Se trataba de un esperpéntico chilango de negrísimo pelo -tan parado y grueso-como las púas de un puercoespín, que nos tuteaba con toda su naturalidad azteca , en una simpática y cantarina voz, no exenta de muchos modismos insultantes, pero que, provenientes de aquel desgarbado cuerpo, nos producían más risa que incomodidad.
Esa noche, después de comer dos órdenes de tacos mixtos cada uno, acompañados de la respectiva cervecita pilsener, decidimos de común acuerdo pedir una cerveza regia (cuyo contenido era aproximadamente de dos vasos y medio), para terminar de completar la cena. Clarísimos que no iniciaríamos ninguna borrachera, pues debíamos estudiar. Convenido este pacto de caballeros, llamamos a Fabricio, y éste –raudo- volvió con la cervezota y dos vasos.
Estábamos terminando nuestras bebidas, mientras la fría noche de noviembre dejaba escapar su agradable temperatura, cuando sentí una mirada sobre el hombro izquierdo, exactamente sobre el hombro izquierdo. Recuerdo que esa temporada había estado leyendo un libro sobre los poderes psíquicos, comprado donde don René Girón, el inolvidable librero propietario de su ambulante librería “Publicaciones antiguas”, y me encontraba bastante bien documentado en esos asuntos paranormales y extrasensoriales. De poco valió la clásica chaqueta lives que llevaba puesta. La mirada era pesada, penetrante. Con disimulo, volví la vista, y de soslayo pude apreciar un conjunto de hombres mayores, bastante vulgares y ventrudos, que bebían y fumaban escandalosamente, profiriendo toda suerte de altisonantes palabras. Uno de ellos, de moreno y grasoso rostro, levantó su cerveza, a manera de saludo. Le devolví la cortesía ondeando ligeramente la mano derecha, al tiempo que, despreocupado, le dije a Hugo, que extrajera de sus bolsillos hasta el último céntimo, para solventar, junto a mi humilde peculio la cuenta a pagar.
En eso estábamos, cuando Fabricio, dejó para nuestra sorpresa, dos gordas cervezas regias. Le expresamos, que era un error, ya que no las habíamos ordenado. Fabricio, nos aclaró de forma maliciosa, que las enviaban los caballeros de la mesa siete. Volví nuevamente la mirada, esta vez el hombre de rostro grasiento, me asintió con entusiasmo, levantando sus dos pobladas cejas varias veces, y mostrándose de lo más obsequioso. Gesticulé unas gracias, que difícilmente escuchó, pero que bastaron para que advirtiera la gratitud. Pregunté a Hugo, qué hacíamos. Éste sin dar mayor importancia, bebió un largo trago del espiritoso regalo, para luego decirme, que no importaba, que seguramente eran unos viejos borrachos, que extendían su felicidad hacia nosotros. Bebimos. Sin embargo, la sensación en el hombro izquierdo ahora se había corrido hacia toda mi espalda; se movía de mis omóplatos hacia el cuello, para quedarse ahí, malévolamente cálida, insoportable.
No nos dimos cuenta en qué momento lo teníamos frente a frente. Se trataba del hombre de cara grasienta, cuyas oscuras ojeras hacían avergonzar al más enfurecido mapache. Se presentó con mucha e irrisoria solemnidad. Y no paró de preguntarnos por nuestros nombres, por nuestra edad, por lo que estudiábamos, y otras formalidades. Cuando seguramente, tuvo un somero retrato nuestro, comenzó a hablar con gran entusiasmo de sí mismo. Sin preguntarnos hizo traer más cerveza y tentadoras viandas, mientras proseguía. Transité del inicial desagrado, a la risa contenida. El hombre apenas respiraba hablando y hablando. Nos comentó que era aviador de riego, un apasionado por la lectura, y que incluso estaba escribiendo un libro. En son de ironía y con la diabólica idea de hacer reír sin parar a Hugo, le dije que le encontraba parecido con Antoine de Saint Exupéry, que también era aviador y escritor.
La noche había avanzado, y nuestros manuales de lingüística seguramente habían advertido que ya no serían abiertos, por lo menos ese día que estaba muriendo. El hombre insistía en invitarnos a su casa, para seguir con la tertulia literaria, y para mostrarnos su bar, que, según decía, era el mejor dotado del país. Ya a esa altura, ni que fuéramos párvulos, habíamos detectado que el aviador (como fue llamado desde ese día) pretendía armar un banquete de Platón con nosotros. Desde luego, nos negamos manifestando ser obedientes hijos de dominio, que tenían hora señalada para volver a casa, pero que quizá en otra ocasión y que con mucho gusto, y que gracias por las cervezas, y que gusto de conocerlo.
En un episodio más que cinematográfico, y con la velocidad de un superhéroe de Marvel , el hombre de rostro grasiento, ensombrecido por nuestra terminante respuesta, arqueó las cejas, y viéndome fijamente, como una serpiente de Teotihuacán, ve a su víctima, que ama, pero que tiene que devorar, me dijo, de forma lapidaria: – Algún día volaremos juntos. Hizo un breve silencio, y tomándome la mano derecha, como un caballero andante tomara la mano de una bella princesa, me espetó a continuación: -Eres bello, muy bello, es una lástima, una verdadera lástima. Selló su sentida declaración de griego amor de la Edad de Oro, con un sonoro y salivoso beso en el susodicho miembro superior de cinco dedos. Sin perder más tiempo, aprovechando nuestro estado cuasi catatónico, ante semejante desfachatez, tomó la mano de Hugo, y la besó con toda su furia (creo que con menos amor, y mayor paroxismo sexual, que en mi caso). Hugo quedó prácticamente convertido en la mujer de Lot. Tuve que halarlo con dureza, para hacerlo volver en sí. Cuando reaccionó, lanzó una obscena interjección al hombre de la cara grasienta, y de inmediato derramó toda la cerveza de su botella en su mano. Lo imité solidariamente, por razones de dignidad ciudadana, purificación religiosa y reglamentaria higiene.
Buscamos a toda prisa ganar la calle que nos llevaba en línea recta a casa de Hugo, cuando unos metros más adelante, un grandulón, fabulosamente obeso, que llevaba idéntica dirección, y que al parecer también había disfrutado de la sensacional hospitalidad de “El Cactus” me dijo, suplicante, con unos ojillos rojizos de hipopótamo: -¿Me voy contigo…? Hugo no aguantó más. Colocándose detrás de don Hipo, apretó con sus terribles manotas las gruesas lonjas del desvergonzado sujeto, al tiempo que lanzaba un descomunal grito al estilo de Johnny Weissmüller, en su papel de inmortal “Tarzán”, el hombre mono. Don Hipo corrió, con gran dificultad, presa del pánico. No podía ser de otra manera, ya que con el alcohol que seguramente llevaba entre pecho y espalda, quizás pensó que un enardecido Tarzán, como salido del Parque Zoológico Nacional, en lugar de arrullarlo bajo la luz de la luna, podía estrangularlo despiadadamente.
Al día siguiente sentía que la cabeza me explotaba del terrible dolor. Por más que llamé a Hugo, no respondía, boca abajo (como gustaba dormir) no despertaba. La habitación era un reguero de ropa y de colillas de cigarro. Resignado, me lavé la cara, me vestí, y salí, temprano, de su casa en la colonia Costa Rica, rumbo a la mía a cuadras del centro histórico de la ciudad capital.
Pasaron los meses, una mañana, mientras me desayunaba con dos riquísimos huevos estrellados, frijolitos fritos, crema y platanitos, acompañados de una humeante taza de café doreña, y del periódico sensacionalista “La Noticia”, reparé en un siniestro titular: ASESINADO AVIADOR DE RIEGO.
Por la descripción y fotografía publicada, no había duda, era el individuo de aquella noche. La nota informaba que el hombre de cara grasienta respondía al nombre de Melacio Montano de cincuenta y cinco años, aviador de riego, y que había sido ultimado (como se decía en aquellos tiempos) por desconocidos, al interior de su casa de habitación, situada en la por entonces, todavía flamante colonia San Francisco, juntamente con su sirvienta, Dionilda Sunza, de oficios domésticos, originaria de Izalco y de veinte años (esto se suponía para no dejar testigos).
El cuerpo fue encontrado desnudo y maniatado, y con evidente signos de tortura previa al fatal crimen. Al parecer, sus verdugos le habían quitado la vida, con la misma Magnum 45, que según algunos testigos del vecindario, portaba siempre. Una fuente anónima afirmaba que el aviador tenía la peculiar afición de introducir en su casa a hombres jóvenes, con quienes departía licores, mientras escuchaba una estridente música. Estos pillos, a cambio de jugosos billetes, por supuesto, al inicio, lo sometían sexualmente; pero después, a punta de escuadra, el aviador gustaba de sodomizarlos de las más salvajes maneras. Tal parece que en esta última ocasión, la historia tuvo otro desenlace.
No pude contener mis lágrimas por aquel Saint Exupéry nacional, cuya desaparición de este mundo pecaminoso, no fue en el aire, como el dulce autor francés; ni entre los algodonales de la costa salvadoreña, como quizá, alguna vez imaginó. Al contrario, fue en el dormitorio de su propia morada, gracias a sus incontrolables y bajas pasiones.
De lo que sí me sentí muy aliviado, al igual que Hugo cuando se enteró, es de jamás haber conocido el mejor bar del país, aquella noche de siderales vuelos.