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El beso de la serpiente (1)

Sociología y otros Demonios (1098)

René Martínez Pineda

Como si fuese un náufrago en tierra firme, o un vigía sin ojos, a veces la vida me reta con sus paradojas del tiempo… y entonces recuerdo que yo supe lo que es la suavidad el día que acaricié a la gatita blanca que tuve cuando niño, y supe, además, lo que tenía que hacer para comprender y transformar la realidad con la educación como machete desenvainado: luchar, día a día, por estar en contacto directo con ella con los pies descalzos y el cuaderno en blanco; absorberla con todos los sentidos que le dan sentido histórico-teórico a la sociología de lo cotidiano. Ese recuerdo intangible de lo tangible martilla a esta hora mi diminuto cerebro porque, sin que pueda evitarlo, la realidad real está sufriendo los efectos del veneno del beso en la mejilla que nos quiere obligar a alucinar que la realidad es tan plana como la pantalla en la que la vemos desde lejos.

¿Qué estoy haciendo? ¿acaso he sido infectado por el virus que mató al Quijote o sucumbo al veneno de la serpiente de párpados peligrosos? me preguntan, haciendo alusión a mi febril denuncia –cual canción desesperada de la educación real- de que, por razones sin sustento moral y sociológico- la Facultad de Humanidades no regresa –ni quiere regresar, por inconfesa decisión de sus autoridades- a la educación semipresencial como preludio de lo presencial. ¿Qué estoy haciendo? Me preguntan, preocupados, por las secuelas nefastas que esa denuncia me pueda traer, y mi respuesta es única y firme: estoy haciendo lo que aprendí a hacer de niño cuando compartí la poca comida con mi compañerito de escuela más pobre que yo: luchar contra la injusticia y contra la desigualdad en el comedor y en el aula; estoy haciendo lo que confirmé en la universidad después de sobrevivir a la masacre del 30 de julio y a la rabiosa persecución de los escuadrones de la muerte: luchar contra la injusticia, luchar por y con los pobres, codo a codo, aunque no conociera sus nombres y apellidos maternos; estoy escribiendo una prosa denunciante con las metáforas de los poemas de amor que me enseñaron a volar. Esto último lo aprendí del Che en las humeantes reuniones clandestinas que tuve justo debajo de las fétidas naguas de la dictadura militar, ese Che martirial que dijo que hay que ser capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia realizada contra cualquiera, en cualquier parte del mundo, porque esa es la cualidad más linda del revolucionario verdadero.

La razón para esta lucha que parece ser un combate quijotesco, cuerpo a cuerpo, con los molinos de viento del capitalismo digital, tiene hondas raíces históricas, pues ayer luché, sin condiciones ni agenda de las prebendas, para que los hijos de los trabajadores del salario mínimo tuvieran una educación de calidad; luché por quienes nunca conocí, aunque tenía escritos sus nombres en el imaginario de la utopía; y hoy lucho, con más denuedo, por mis hijos y sobrinos que, llenos de ilusión, estudian en la universidad pública que parece estar perdiendo ese carácter de ayer.

¿Qué estoy haciendo? Estoy luchando por la educación presencial como partera de las ciencias sociales, porque -en un acto solemne sin flatulencias vocingleras- la universidad me dijo que soy sociólogo, y me hizo jurar, con la mano izquierda en el pecho, que no me iba a olvidar de las necesidades del pueblo de carne y hueso, y entonces recuerdo que la sociología –ciencia social comprometida desde lo social- tiene como escultor elemental de la conciencia crítica a la socialización piel con piel, ese proceso hermoso y tremendamente humano que nos permite sentir el olor de una flor desde sus pétalos; y el sabor de la pobreza desde el hambre consuetudinaria de aquellos cuyo universo cabe en una tortilla con sal; y la textura fascinante de las caricias desde el roce con los cuerpos sudorosos que agonizan en las maquilas; y el color de la utopía desde los ojos coquetos y drásticos del paisaje que debemos cambiar y suavizar con los callos de las manos; y el sonido de los besos desde la boca que grita contra la desigualdad que hay que erradicar.

¿Qué estoy haciendo? Estoy luchando, en la soledad estricta de la locura, contra quienes -saboreando el beso de la serpiente de lo virtual que inventa cuarentenas- se escudan en lo impersonal para afirmar que la tecnología nos está obligando a emigrar hacia lo artificial y, al hacerlo, muestran su alma –oportunista o conformista- ya que en realidad somos nosotros los que debemos decidir cómo hacer las cosas y decirle a la tecnología hacia dónde caminar. Y luchar contra la necedad por instaurar lo virtual como el designio divino de quienes quieren robarnos todo rastro humano para que no luchemos por los pobres en contra de la injusticia, plantea un reto perentorio: que nuestros hijos, que nuestros estudiantes, que nuestros cuerpos-sentimientos sobrevivan ilesos a la vil cuarentena educativa impuesta por algunos para congraciarse con el virus de sangre azul.

¿Qué estoy haciendo? Luchando porque lo presencial en la educación recupere su papel, en tanto que el conocimiento se toca, se huele, se saborea, se oye, se mira, se presiente al sentir a los otros, o sea que el conocimiento es el espíritu de la realidad y está hecho a imagen y semejanza de la misma en todas sus paradojas y curvaturas. Y es que educarnos es salir a las calles y saludar a un extraño para tantear el miedo o el frío del otro; es comer con un indigente para saber cuánto pesa y cómo huele la exclusión, y es desde esa realidad concreta decodificada que se hacen las propuestas de solución a los problemas sociales y se construye otro país.

¿Qué estoy haciendo? Estoy luchando por lo que creo que es correcto y, en esa lucha, no tengo ningún interés personal que sea distinto a la felicidad de mis hijos y estudiantes porque no soy candidato a nada, ni lo seré, debido a que eso implica asumir compromisos, a veces oscuros, que niegan todo aquello en lo que creo. ¿Qué estoy haciendo? Estoy luchando contra el feligrés profesional de la cruel pedagogía del virus (de la que habla Boaventura de Sousa) que condena a miles de estudiantes a deambular en el laberinto de la soledad virtual que esclaviza, ese mismo feligrés que mañana querrá ser reelegido aprovechando la amnesia de los que ha convertido en las víctimas educativas del virus; estoy luchando contra el patético jefe académico, sin dirección, que no sabe qué es la sociología (saberlo implica tener conciencia), ni sabe qué es la historia oprimida (saberlo implica tener memoria). Estoy luchando desde una trinchera solitaria, pero eso no me provoca ningún temor porque vengo de suicidarme diez veces en el campo de batalla de los utopistas que enarbolaron la bandera de la revolución cuando hicieron suyo el turno del ofendido para que no hubiera más ofendidos.

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