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El beso del escorpión (2)

René Martínez Pineda
Escuela de Ciencias Sociales, UES

Entre la vigilia y la modorra inyectada, gota a gota, por el beso del escorpión, pude decodificar el fascinante embrujo del retrato y entonces, me dejé caer sobre la cama a esperar el final que parecía inminente y fulminante. Aunque parezca una verdadera locura o un delirio extremo, el embrujo radicaba en la despótica certeza de existencia que iba más allá del retrato, lo cual me aceleró el corazón, al principio y posteriormente, terminó por confundirme, por someterme, por callarme y por horrorizarme, pues la vida del retrato solo podía significar que yo era ya parte del remoto mundo de la muerte en vida. Con cristiana resignación y con miedo cierto, coloqué de nuevo el candelabro en su posición original. Alejando de mis ojos las cuatro lenguas de fuego que me provocaron tal trance, busqué en mi mente algún tipo de explicación que congeniara con lo escrito en la parte baja del retrato. En ese preciso momento, era imperativo para mí encontrar una explicación racional de mi locura, eso son las paradojas del tiempo y del espacio: la combinación de lo irracional con lo racional para formar una realidad alterna como dimensión desconocida.

Descifrando el embrujo concluí que la mujer del retrato estaba viva, y la imaginé como una virgen María de indecible belleza, tan fascinante como risueña. Bendita la luz que me permitió conocerla y amarla, pensé, ya fuera de mis cabales y temblando sin control. Ella, tanto en el retrato de cien años como en la vida real, era un atavío de flores amarillas y sonrisas blancas, juguetona como una gatita, solidaria como la luna de mayo. En ese momento tan perturbador la imaginé posando, mansamente, durante muchos días continuos en el oscuro, denso y minimalista cuarto de la finca, donde solo desde las grietas de las tejas se filtraban unas líneas de luz sobre el pálido lienzo que se sometía a la belleza del rostro.

Y fue entonces que, en el extremo del delirio surrealista provocado por el beso del escorpión, imaginé que yo era el pintor, sí, que yo era el pintor –lo cual me ponía en la misma situación de estar vivo desde hacía más de cien años- y que era un artista apasionado, salvaje y silencioso con los ajenos, que se dejaba llevar por el ensueño del sueño, de tal forma que, de seguro, no quería ver más que esa luz que entraba, leve y tibia, por el tejado, dándole mucho más fuerza a la belleza de mi esposa –porque ella era la del retrato, era ella, ya no tenía ninguna duda al respecto- que se difuminaba a la vista de todos, menos de la mía. Y a pesar de lo duro que es posar para un retrato, ella seguía con los gestos frescos y la sonrisa abierta de par en par, sin emitir ni un tan solo reclamo o un pujido, seguramente porque me veía trabajar los colores y las curvas con un amor fuera de este mundo y del otro, forcejeando noche y día con el pincel para pintar a aquélla que tanto amaba y me amaba.

Y, de nuevo, me quedé contemplando el retrato sin piedad, sin descanso, sin parpadear y hablando en voz baja –así como delirando dormido- acerca de cómo debió haber sido todo el arduo proceso artístico del pintor, hasta que el parecido del retrato con mi esposa fue asombroso. ¿Se parecía a ella o era ella? A un paso de la muerte, producto del veneno, lo mejor fue creer que era lo segundo y que, de alguna forma extraña, esa era una forma de protegerme del miedo a morir. Pero, a la larga y a la corta, a medida que la vida se acercaba a su conclusión, el cuarto se iba haciendo más pequeño y el retrato más vívido y la vida más leve. Y fue entonces que los colores esparcidos en la tela se hicieron cada vez más pálidos, y los de mi esposa se hicieron más intensos y tangibles.

Por un instante que no sabría medir en minutos o en horas o en días, el cuarto se puso negro y frío. Y cuando pasaron varios meses después de que sufrí el beso del escorpión en el talón, ya cuando no quedaba nada por hacer -salvo una pequeña misa de acción de gracias por el milagro vivido, o dar un último retoque al cuadro para que, si alguien más lo encontraba lo viera absolutamente perfecto- todo quedó claro para mí; la confusión en mi mente se resolvió para siempre, y quien dice “siempre” dice que es para la eternidad.

Con mis mejores ropas de domingo regresé, por mi propia cuenta, a la finca abandonada, puse la pincelada final al retrato y escribí mi nombre en la parte baja del marco de madera, y durante un momento me quedé en absoluto trance frente a la obra terminada. ¡Vaya que es hermosa! pensé en voz alta. Pero, cuando estaba mirándola, me puse pálido y empecé a temblar de frío, como cuando me besó el escorpión aquella noche de la revelación, lamentable condición física que yo atribuí a la resucitación inmediata de los recuerdos. Y fue entonces que, por instinto, miré a la cama y vi mi cuerpo casi momificado y junto a él, a una mujer hermosa dormida y tan joven como hacía cien años, idéntica a la del retrato que lucía como recién pintado. ¡Nunca salí de ese cuarto! Tuve que regresar para saberlo.

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