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«El Beso». Por Myrna de Escobar

Por Myrna de Escobar

La vida atemporal de Lila, sumida por completo en la esclavitud autoimpuesta por las circunstancias y el infortunio, la llevo a emigrar del barranco a la ciudad, mas no fue garantía de un mejor porvenir.

Sus amos y verdugos, Cata y Lizandro, psicóloga y abogado respectivamente compartían la casa junto a tres hijos: Denis, Romina y Alfonso. A la retorcida familia se unía el tío Lucas, el viejo rabo verde de los fines de semana. Además de ellos había 2 perros, una gata y los grandes tesoros de la familia, 2 BMW y dos Mercedes Benz. Lila tenía 11 años cuando llegó a sus vidas. los hijos de la pareja, de 5, 7 y 9 años. El calendario y el reloj eran inexistentes para la pobre criadita de la casa. Su dieta era el recalentado de semanas pasadas. Lamer del piso la comida que le arrojaban, quedarse dormida en el lavadero o en el baño mientras lustraba los azulejos, fueron parte de sus rutinas. Ni siquiera las visitas, ruidosas y numerosas, mostraban el mínimo respeto a la mujer quien servía y sufría en silencio. Sus últimos 30 años como doméstica y esclava habían sido una tortura constante.

Lejos de aquella prisión, Lila no solo perdió el sueño natural sino la ilusión de vivir, de reír y soñar con algo mejor, lejos del trato inhumano. Durante meses rumió sentimientos encontrados, lloró hasta confundir su desdicha con el canto apacibles y quejumbroso de las auroras nocturnas. Solía sentarse en una silla mecedora bajo la luna llena, y con las estrellas como testigos. Él, mientras tanto, daba clase en línea, como todos los maestros del mundo durante la pandemia.

Madre de cuatro hijos y abandonada a la suerte de una relación incestuosa con su hijo, Diego, ella rogaba por un milagro que la liberase del fango, y en el día de su cumpleaños, ella pedía a la vida le concediera el deseo de ser amada y besada, lejos de aquella relación toxica y pecaminoso. No sabía cuántos años cumplía, porque no tenía consigo partida de nacimiento, y si existía nunca la había visto, y tampoco sabía leer. De su otro hijo no tenía noticias, las video llamadas en busca del auxilio de su hija eran infructíferas. Ese día esperó los abrazos y flores que nunca llegaron, la caricia limpia y bondadosa de un amor sin culpa ni vergüenza, el perfume o el vestido de lentejas soñado, más nada de eso fue posible.

Sumergida en la tristeza. Lila no hablaba ni miraba a nadie; solo a sus pies. Le fastidiaba todo a su alrededor, incomodaba a quienes debían pasaban cerca de su pequeño refugio. Sus atardeceres en la pequeña y calurosa habitación terminaban casi siempre en peleas de pareja, a veces los insultos ensombrecían la madrugada, el vecindario fastidiado les denunciaba por su conducta errática de irrespetar el silencio y el descanso de todos, pero adónde ir, si el mundo no parecía tener mejor sitio para ella. Abandonar a su hijo era como renunciar a su realidad, condenarle a un tribunal o perderle en el calabozo de una cárcel. Demasiado para ella.

Una mañana de abril, el timbre del edificio sonó. Era correspondencia para Lila. Había un pago mensual para ella hasta el final de sus días, como si aun estuviera laborando para sus verdugos. Eso dijo el mensajero de la familia. No querían ser expuestos de maltrato y esclavitud. Saberlo le devolvió la sonrisa un instante.

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