EL PORTAL DE LA ACADEMIA SALVADOREÑA DE LA LENGUA
Por Eduardo Badía Serra
Miembro de la Academia Salvadoreña de la Lengua
El hombre ha nacido libre,
pero en todas partes está encadenado.
Juan Jacobo Rousseau.
Decía Confucio, el gran filósofo chino que vivió en lo que yo llamo “el tiempo guía”, (siglos VII a IV a.C.), que los seres humanos eran esencialmente buenos, y sólo se desviaban de ello debido a la falta de un buen y fuerte estándar moral. El hombre, pues, necesita un ritual que, al observarlo, lo conduzca hacia lo bueno. Es decir, una especie de ley, de norma, de principio, que evite la desviación del hombre de sus originales tendencias buenas, morales. El taoísmo, al contrario, afirmaba que las leyes, las normas, los principios, no servían sino para que los hombres buscaran posibilidades para romperlas. “Hecha la ley, hecha la trampa”. No son necesarias ceremonias y ritos confucianos, porque todo lo que hay que hacer era observar el Tao y reconocer su existencia. Todos los seres humanos forman parte del Tao, y, por lo tanto, forman parte los unos de los otros. El Tao, así, es un nivel fundamental que alienta a una comunidad a observar la unidad, la igualdad y la prosperidad. Confucio, pues, abogaba por la necesidad de una ley; el taoísmo rechazaba tal necesidad.
Rousseau, por su parte, afirmaba que las leyes restringen la libertad del hombre, bueno por naturaleza. «El hombre ha nacido libre, pero en todas partes se encuentra encadenado”, decía el ginebrino en su posición naturalista. El “Estado de Naturaleza”, expresado por él, es un concepto filosófico y social que describe cómo serían los seres humanos en su estado original, sin la influencia de la sociedad y de la política. Para Rousseau, es un estado de libertad, igualdad, paz y felicidad, en el que los hombres se guían por el sentido de la auto-conservación y la piedad. Este estado se perdió con el surgimiento de la propiedad privada y el contrato social, (es decir, por las leyes), que provocaron la desigualdad y la corrupción.
Efectivamente, las leyes, las normas, los principios, los códigos, no son más que restricciones del hombre sobre sí mismo, que afectan su libertad, y que, por lo tanto, son inmorales. Siguiendo a Kant, sobre todo en su Metafísica de las Costumbres, (1785), y en su Crítica de la Razón Práctica, (1788), que en español debe traducirse como Análisis de la Razón Moral, (la Crítica de la Razón Pura debería ser entonces el Análisis de la Razón independientemente de la experiencia), que por medio de la legalidad no puede accederse al imperativo categórico; dicho en forma simple, por las leyes no se llega al bien. Al imperativo categórico, es decir, al bien, sólo puede accederse por medio de la legitimidad. Allí la recia y fundamental diferencia entre lo legal y lo legítimo: Lo legal, una restricción del hombre sobre sí mismo, que afecta su libertad, y por lo tanto, es heterónomo, inmoral; lo legítimo, expresión clara de la libertad, y por lo tanto, autónomo, moral. Sólo lo legítimo es moral; sólo lo legítimo es bueno.
Un pueblo que aspira a vivir sujeto a leyes, que no puede bastarse a sí mismo, es un pueblo inmoral; y aquéllos que promulgan dichas leyes caen también en un estado de inmoralidad, sea ya por mala fe o por simple ignorancia. Estos Estados, que viven dentro de las llamadas éticas tradicionales, se caracterizan por actuar dentro de un mundo de lo material, un mundo de contenidos, bajo éticas empíricas, o a posteriori, y sus alcances buscan obtener imperativos hipotéticos, o condicionales. No son autónomos, son heterónomos; no son libres, son esclavos. Se actúa en función del premio, del reconocimiento, y no en función de la búsqueda del bien, del bien común, que, como siempre digo, es el bien superior, porque por ser bien es moral y por ser común es social. La ley, en el fondo, no es más que una expresión del mal.
Los pueblos deben aspirar a vivir bajo el espíritu de una ética formal, que es lo que proponía Kant; una ética que no nos dice lo que tenemos que hacer, no nos recomienda tales o cuales acciones. Simplemente nos dice cómo debemos obrar, cómo deben ser nuestras acciones. Para Kant, lo bueno no está en el contenido de una acción sino en la intención de la acción, en lo que él llama “buena voluntad”. Son estas, acciones hechas por respeto al deber, en el obrar autónomo, legítimo. “Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne en ley universal”, dice una de las “fórmulas” del imperativo categórico.
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