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EL CADÁVER PREDECIBLE

Krisma Mancía,

Escritora y poeta

Era así de simple y predecible: moriría y sería velada en esa horrible caja de muertos. Posiblemente embalsamada y mal maquillada. Tendría flores sobre su ataúd, y ella adentro, con su mejor vestido y sin zapatos. Sin poder respirar. Sin ver el rostro de la gente hipócrita que se acercaría a comprobar su muerte a través del cristal. Ella, tan bonita y sin poder exhibir la última cicatriz que le harían los forenses cuando le sacaran los órganos ennegrecidos por el cáncer que aún no posee.

Moriría. Así lo soñó y llamó a su hija más obediente y le dijo:

—Cuando yo muera, córtame en pedazos y lánzame al mar.

Elena tenía siete años y no sabía qué era morirse. Pero mamá era tan bella, tan alta y elegante como una estrella de cine. Tenía una piel suave y blanca para acariciar, labios para besar y ojos que brillaban cuando le cambiaban de color. Elena amaba esa cintura delgada donde mamá le permitía que la abrazara. Le permitía, incluso, hundir su nariz entre sus pechos para absorber su perfume. Le gustaban sus dedos largos y ese rito de abrocharle los botones de la camisa del colegio, esa forma de cepillarle el cabello antes de dormir. Y porque la amaba, no tuvo otro remedio que hacer la promesa.

Todos los días Elena se preguntaba: ¿cuándo mamá morirá? La promesa estaba allí, tácita. Era un secreto entre ellas y Elena adoraba esa complicidad.

Elena miraba con curiosidad a papá. Había espiado y estudiado durante semanas sus gestos y no encontraba un motivo para que mamá hubiera soñado morir. Quizá mamá se había cansado de ser perfecta, tener una familia perfecta y un marido perfecto. Y papá no hablaba mucho con ella. Leía el periódico después de la cena. Hacía esas cosas de gente de clase media y tenía un salario que le alcanzaba para pagar las cuotas del carro donde nunca salían juntos en familia. Papá usaba la misma loción y se cortaba el cabello y la barba del mismo modo. Se molestaba si encontraba una hoja en el piso del jardín, una mota de polvo en la más incógnita y remota repisa. Papá le señalaba con el dedo el error y el desorden a mamá, y mamá sonrojada y obediente corría por un sacudidor o por una escoba. Papá era tan pulcro y aburrido. “Un hombre de costumbres”, como oía que decía la abuela cuando nos visitaba e inspeccionaba la casa en busca de algo para criticarle a mamá. Después de la visita de la abuela, papá soltaba la mano de mamá. Simplemente soltaba su mano y entraba a su habitación y mamá a la suya. Por eso, en algunas noches, era fácil entrar en la habitación de mamá. Nunca estaba papá para separarlas. Cuando papá dormía en habitación de mamá la puerta estaba cerrada y mamá parecía que se quejaba mucho. Elena se preocupa por ese quejido ahogado entre almohadas, pero a la mañana siguiente, Elena miraba a mamá más radiante, preparando el desayuno favorito de papá.

Elena se preguntaba: ¿cuándo mamá morirá? Ella era tan bella. Usaba un camisón blanco de seda para dormir. Se miraba espectacular con los pies descalzos y le cortaba el aliento cuando se soltaba el cabello y dejaba que el olor de su champú favorito flotara en la habitación. Ella dejaba que Elena la abrazara para dormirse, y algunas veces mamá le besaba la frente y le decía cosas bonitas, como que era su princesa, que era linda y que era su hija perfecta.

Las mejores cosas llegan cuando cumples los ocho años, cuando te aburres miserablemente con la tarea de caligrafía, y cuando escuchas el quejido de un gato callejero que proviene de la parte trasera del jardín. Ese día, Elena supo qué era morir: encontró el pretexto ideal para ensayar la promesa  que le hizo a mamá. El gato llegó a sus manos en el momento preciso. Aún estaba tibio. Moría. Y dejaba soltar un maullido suave como tratando de encontrar un motivo para seguir respirando. Elena jaló con lentitud su cola del felino escondido entre un montón de cajas de cartón. Puso al gato en una esquina del jardín para ver qué pasaba. El gato se dejó llevar como un enfermo del hospital cuando las enfermeras lo cambian de camilla. Obediente. Era un gato obediente. Demasiado obediente. Creía que el gato sanaría y que se quedaría con él. Trajo su equipo de enfermería y jugó a sanarlo. El gato mostraba sus dientes filudos. Elena le decía que se pondría bien.

Nadie le dijo que eso era morir. Lo entendió sin preguntar. El gato no volvería a despertar. Elena intentó resucitarlo y el gato pasó de ser gato a ser el cadáver de un gato. Mamá estaba en la azotea donde tenía su estudio de costura y cuando estaba en la azotea tardaba mucho tiempo en salir. Elena tenía tiempo para esperar. Tiempo suficiente para sentir entre sus manos el calor de un cuerpo que se iba apagando. Elena estaba asustada. Así era la temperatura de la muerte.

Elena no sabía qué era morir. El gato tampoco. Antes de morir, el gato levantó una patita delantera y le tocó una mejilla, dejó de respirar y clavó su pupila dilatada en ella. Elena se conmovió. Lloró quedito para que mamá no la escuchara.

Mamá estaba en la azotea. Cosía el vestido que había deshecho el día anterior. Todavía tenía entre ceja y ceja la mirada de desaprobación de la abuela. Le había insinuado que el vestido estaba mal cosido, que tenía costuras visibles, que la tela era cara y bellísima como para desperdiciarlo en malas y torpes puntadas, que en sus tiempos las mujeres cosían a mano y nunca quedaba a la vista el remate del ruedo. Entonces papá se fijó en la imperfección y le soltó la mano al final de la visita.

—Quítate ese estúpido vestido. Tienes mejores. ¿Cómo pudiste presentarte así ante mi madre? —le susurró al oído.

Mamá dejó rodar dos lágrimas amargas que se limpió con el dorso de la mano. Fue un gesto rápido para que no se le corriera el rímel antes de cerrar la puerta. A mamá le habían dicho que las mujeres casadas son perfectas y felices, que jamás lloran. A papá le habían dicho que las mujeres imperfectas se tenían que castigar y el castigo de mamá fue deshacer el vestido y coserlo de nuevo. Eso le dijo papá.

Cuando el gato dejó de ser gato y el pelo empezó a desprendérsele sin motivo, Elena supo que era el momento. Había visto cómo mamá cortaba el pollo y fue por los cuchillos a la cocina. Separó al gato en siete pedazos con magistral destreza y su vestido de lino blanco se fue salpicando de sangre. Elena puso los pedazos de lo que antes fue un cadáver de gato en su bolso de colegio y subió a la azotea. Elena, con la mirada perdida, le preguntó a la hermosa y espléndida espalda de mamá cómo se llegaba al mar.

Eso pasó cuando yo todavía no había nacido, cuando yo era un gato y cuando Elena ensayaba conmigo a cortarme en pedazos.

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