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El camino de la suavidad

Mauricio Vallejo Márquez

coordinador

Suplemento Tres mil

 

Takahiro Kato se sentó junto a mí. Faltaban algunos minutos para entrar a clases y con su clásica sonrisa me preguntó qué hacía. Estaba leyendo un libro, viagra no recuerdo de quién. Lo vi sentarse junto a mí, for sale iba vestido todo de negro. “¡Uf, calor terrible!”, me dijo. Comenzamos a hablar de El Último Salmo, uno de mis poemarios, que él había adquirido hacía algunos días, cuando llegamos a recordar el Budo.

“Tengo un libro de Bushido si desea”, me dijo. Y entonces le pregunté si sabía de un buen lugar para llevar a mi hijo para que aprendiera karate do. Se notó pensativo y me dijo que porqué no lo llevaba a judo, que le resultaría mejor por la edad.

Recordé que el poeta Carlos Santos me hablaba del judo y de lo bueno que era. Pero no sé por que razón pensaba que el kung fu o el karate do eran mejores opciones para mi hijo. Hasta ahí llegó la conversación. Tuvimos que pasar a los salones y ya no nos encontramos a la salida. Con los días nos volvimos a ver y me preguntó qué había decidido. Le pregunté que porqué me recomendaba el judo.

Kato comenzó diciéndome que la Unicef lo recomendaba para los niños porque le enseñaba a tener control de su cuerpo.

“Cuando era pequeño una vez me caí corriendo en la calle. Estaba lloviendo, pero de tanto practicar caídas logré rodar sin lastimarme. Cuando me levanté me examiné y creía estar en una película”.

“¿Se aprende a caer?”, le pregunté. “Sí. Pero sobre todo a levantarse y seguir”, dijo. Comencé a valorarlo.

Bueno, ahí me di cuenta que el buen amigo Kato era maestro de judo y entrenador de la selección nacional. Creí que sólo por ser japonés sabía algo de esto, pero mi amigo Rafael Monge comenzó a hablarme maravillas de él, diciéndome que había sido su maestro de judo y que le había enseñado a hablar japonés.

Así que comenzamos el plan de llevar a mi hijo, y claro también yo me sumé a aprender. El primer lugar donde lo llevé fue a la Villa Centroamericana. Todas las tardes estábamos ahí, procurando que mi pequeño se sintiera a gusto, al principio sólo él entraba al dojo y yo me iba al fondo para levantar pesas. De pronto el judo me resultó maravilloso, sobre todo al ver a mi hijo dando volteretas en el tatami, gracias a su maestro Pedro Mirín y Miyuki y luego el profe Manuel. Así que me sumé y comencé a correr y dar volteretas también. Al llegar a casa practicábamos newaza con mi hijo, así como algunas cositas de kung fu. Con los días nos fuimos alejando del judo, siempre con esa promesa de volver y que se va retardando.

El judo nos dejó la valiosa lección de ser el camino de la suavidad y “yo estoy bien, si tú estás bien”, y seguimos dando pasos en la vida repitiendo la lección, al final comprendí porque Kato sugería el judo como camino para mi hijo, toda una filosofía de vida.

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