El campo de la feria

 

 

Por Mauricio Vallejo Márquez

 

Mirna me enseñó a recorrer la vida. Ella se tomó el tiempo para llevarnos a conocer el parque Saburo Hirao, el Zoológico Nacional, el Círculo Estudiantil y el campo de la feria. Gracias a ella conocí esas experiencias que aún se mantienen claras entre mis recuerdo

 

Y quizá, en este mes una de ellas me resuena: las vacaciones de agosto. Eran más esperadas que las de Semana Santa para nosotros. Con semanas de anticipación sentía esa sensación de la aventura y la diversión, ese agrado de ver los innumerables juguetes y juegos. No íbamos con ella a la Feria de Consuma que se realizaba en la extinta Feria Internacional, sino que al campo de la feria que se desarrollaba en el predio de la Iglesia Don Rúa, donde iba el pueblo. Caminábamos emocionados entre aquella amorfa muchedumbre, el olor de aceite frito y los puestos de ventas en vertiginoso sendero multicolor. El piso de tierra iba empolvándonos el calzado hasta el punto de cambiarnos el color, algo que al final de cuentas no importaba. Solo vernos ahí en medio de los juegos mecánicos a los que no siempre quise subir. Aunque hice uso del gusanito y los columpios giratorios, el carrusel y los carros locos. Nunca me atreví con una chicago u otras ruedas que fueran más agresivas o me tocara ver desde la altura el universo.

 

La primera parada era para comprar elotes locos. Nos gustaba ver esos elotes atravesados por un palo untados de mayonesa, mostaza, kétchup, salsa negra y queso en aserrín. Nos llenábamos la cara de aquella amalgama y nos daba risa. Después era buscar la yuca frita o salcochada con encurtido, pepesca o fritada, los frescos de cualquier cosa. Terminábamos cenando hamburguesas o pupusas en medio de aquellos puestos donde cohabitaban los juegos y ventas de ropa, bisutería y juguetes. Además de que recorríamos el campo con nuestras gaseosas en bolsa viendo pasar las horas.

 

Al final de la jornada disfrutábamos de mostrar los trompos y capiruchos que llevábamos, así como los otros juguetes creativos que obteníamos en aquel empolvado campo. Así como algún carrito de plástico y los muñecos pintados a la brava que los lucíamos con mayor alegría que si fuera un hot wheels. Es hermoso recordarlo ahora que lo digital avanza y nos aleja de las experiencias presenciales, aunque siguen siendo más intensas y disfrutables que las redes sociales. Pero lo esencial es que aprendimos que existe más mundo que el entorno en que nos acostumbramos a vivir.

 

 

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