Myrna de Escobar,
Escritora
Era día de carnavalito en la escuela de mi vecindario, y como era de esperar, ésta lucía como una doncella en sus mejores galas.
Globos de múltiples colores y figuritas de papel crespón decoraban por doquier. Las guirnaldas y antifaces para chicos y grandes nos esperaban a la entrada de la escuela. La música festiva, y los infaltables platillos típicos, lucían apetitosos. En la dirección, sobre una pequeña mesita decorada con flores estaban los lindos regalitos para la rifa. En un lugar estratégicos del pequeño recinto escolar se vendían los bocadillos especiales para quienes podían pagarlos. Para los de escasos recursos siempre había una enorme bolsa con galletas quebrada, de una marca muy reconocida hoy en día; la cual era servida sobre una hoja de cuaderno, a una módica cantidad de cinco centavos.
Aunque muchos no habíamos aprendido a bailar, nos atraía la música que se paseaba como un hada madrina con su aire mágico contagiando a casi todos a bailar en el largo corredor. Al ritmo de Avispa, (tema original del Grupo La Banda de Costa Rica.1979) los alumnos de sexto grado abrieron el baile al tiempo que las maestras observaban. A los más pequeños nos entretenía ver a los otros, que además de presumir sus destrezas para el canto y el baile lanzaban piropos que sonrojaban a las chicas más coquetas de la escuela, o a las alumnas más grandes que con gran esfuerzo trataban de caminar en sus estrechos zapatos de tacón.
En medio de aquel bullicio, y mientras mi hermana se divertía con sus amiguitas de quinto grado me encontraba yo, tímida y pensativa, sentada en una pequeña banqueta de madera.
— No corrás, podés caerte. — decía mi abuela.
— Te van a golpear los más grandes — decía mi madre.
— Vamos a jugar. — insistían mis compañeritos.
Yo obediente me aparté a esperar que el bullicio terminará. De pronto alguien se acercó y me haló el cabello; yo respondía con múltiples pellizcos, que dejaron marcas en su cara y brazos y cuello. La verdad ya la traía conmigo y en clase me ataba el pelo al respaldar de la silla.
Uno de ellos, Luisito, mi compañero, respondió con grandes alaridos que alertaron a las maestras. En segundos la mirada inquisidora de las docentes se interpuso entre los dos
—¡Basta ya, vengan para acá, los dos!
—¿Quién empezó la pelea?
—¡De inmediato! A la dirección.!
Luisito, descompuesto y asustado pues no se esperaba mi reacción, dijo:
—Ella me jaló del pelo y me aruñó todo, yo sólo quería pedirle prestada una regla.
—A sí. Una regla. Como si estamos en clase. —respondí enfadada.
Mentía con facilidad y lo detestaba. Pero todos los maestros le creían. Era el niño bonito de la clase.
La maestra Tula, mi orientadora, al escuchar tal aseveración nos tomó de las orejas con firmeza y nos llevó a la dirección, donde yacía en una esquina un metro de metro, yo temblaba de miedo e impotente cerré los ojos a esperar el golpe.
—Mariana. Voy a reprenderte por tu conducta agresiva. Mira lo que le has hecho a tu compañerito. Extiende el brazo. ¡Ahora!
—Y a ti por revoltoso. Dejen de amolar, por favor.
Tres metrasos, no reglazos, en el brazo rozaron mi cara. A él se los dejaron ir en las nalgas. Luego la maestra se alejó. Por primera vez, me sentí humillada y regresé a mi asiento. Sabía que debía aprender la lección y no comentarlo en casa, sino la paliza sería doble.
María, mi hermana, quien observó todo desde la distancia trató de consolarme, pero fue inútil. Esa mañana lloré como Magdalena sin consuelo. Ella me dejo sola para continuar su juego con sus compañeritos.
La fiesta prosiguió. Yo solo pensaba en el desquite.
A pesar del incidente, aquel fue mi primer carnavalito donde escuché por primera vez música distinta pues en casa no se oía otra cosa más que las rancheras de mi abuela.
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