Mauricio Vallejo Márquez
Escritor y coordinador
Suplemento Tres mil
El carro no quiso arrancar. Veníamos con mi hijo de entrenar judo, y pensamos que el vehículo no nos iba a dar problemas. Pero a veces la vida nos depara cosas impensables. Y todo lo que caminamos ese día fue muestra de ello.
Antes de llegar a la Villa Olímpica el carro se nos apagó mientras bajábamos la calle. La recorríamos a diario y el vehículo de vez en cuando nos hacía eso, por un problema de la culata, dicen. No le di importancia, le puse segunda y en unos cuantos metros volvió a encender sin problemas, como ya llevaba tiempo haciendo. Así que tranquilo, llegamos a la clase y comenzamos el calentamiento. Corrimos de una punta a otra del tatami, deteniéndonos en cada dojo y dando vueltas de gato y estrellas. Luego iniciamos el entrenamiento, practicamos caídas para no perder la forma y no lastimarnos cuando nos proyectaran. Luego algunas técnicas para desplazamientos, hasta que llegó la parte divertida del newaza. Practicar judo junto a mi hijo ha sido una de las cosas que más he disfrutado. Me encantó verlo con su judogui azul enfrentando a personas del doble de su tamaño con toda tranquilidad.
Al terminar la práctica el profesor Pedro Mirín dijo que le diéramos tres vueltas a toda la Villa. Mi hijo era un bólido que apenas lograba ver como dejaba a todos atrás. Tenía siete años y yo treinta y uno. Total, ya con el corazón en el pecho logré terminar. Bueno, extenuados subimos al carro y salimos de la Villa. Cuando estábamos cerca de cruzar para nuestra casa, el carro se detuvo.
Después de varios intentos infructuosos, decidí comenzar a caminar. No llevaba teléfono ni dinero. Así que lo único que podía hacer era salir. Mi hijo se mostró preocupado Yo quise mostrarme inquieto, pero sabía que lo íbamos a resolver. Así que procuré que mi hijo se sintiera en paz. Sabía que estaba cansado, así que lo subí a mis hombros y comencé a caminar. Parte del trayecto era peligroso y estaba con el judogui, me veía extraño en la calle. Pero igual caminé lo más rápido que pude hasta llegar a la casa.
Tras beber varios vasos de agua busqué a Mario para que me ayudara a recoger el vehículo. Mi vecino no tuvo inconveniente, es la magia de conocerse de años y la solidaridad. Fuimos en el carro de mi mamá. Lo íbamos a halar, pero me dio por hacer una prueba. Encendió.
Todo el recorrido el motor siguió andando, como si nada. Al llegar a la casa, mi hijo vio el vehículo y me preguntó cómo habíamos hecho. Le dije que lo íbamos a traer halado, pero que el antojoso encendió sin inconvenientes.
Me miró feliz. Y fue una de las mejores lecciones de fuerza de voluntad que le di, gracias a ese carro que se detuvo. Le enseñé que siempre existe un camino y todo se resuelve si aprendemos a enfrentar los retos. Han pasado siete años de ese momento y seguimos superando retos.