Santiago Vásquez,
escritor ahuachapaneco
El domingo amaneció rociando tristeza por todos lados, un charquito de sereno ahogaba la polvareda del angosto y difícil camino real, por donde caían a la orilla, entre las grietas de los paredones, bejucos de toda clase, arrastrando la delicada y tibia quietud de aquel hermoso paisaje.
El deber dominical para ellos es una obligación cristiana, asistir a la Iglesia del pueblo para escuchar al padre y expiar sus culpas a través de una buena confesión y así, regresar con sus conciencias tranquilas a su lugar de origen.
Bien planchaditos y muy perfumados con agua florida y aromas de flores del campo, se dirigen muy contentos para cumplir su primera misión y después hacer las compras de rigor en el mercado que luce siempre abarrotado por comerciantes urgentes de vender su mercancía, desde la humilde ancianita que se afana por vender unos cuantos huevos de gallina y de chumpipe, hasta aquellos que ofrecen variedad de ropa y calzado en todos los colores y estilos.
Entre aquella multitud de parroquianos, camina a paso lento, Sabina, una mujer morena, hermosa, de cabellera hasta la cintura, negra, con dos profundos camanances que disimula y esconde cuando la miran.
Sabina nuca aprendió a leer, el asistir a una escuela solo era para los hombre, cuando se podía, no siempre, así le habían dicho sus tatas, además el deber como mujer, atender a sus hermanos y hacer el oficio de la casa, porque tenía que prepararse, para no sufrir en la vida.
El viento le enreda entre sus piernas la falda, haciendo que se la sostenga con sus dos manos, como un cartucho de malicia, como un manto de promesas amorosas, como un manojo de impulsos y deseos sexuales, como una ofrenda de amor.
En su cabeza carga un canasto lleno de pipianes, moras, dos flores de izote, unas anonas media maduras, cuatro sabrosas papayas, semillas de ayote y dos gallinas que lleva al mercado para vender y con ello comprar otros menesteres para solventar algunas necesidades de la casa.
Aquel sereno de la madrugada le acaricia su tersa y morena piel, desprendiéndole aromas de montaña viva.
Junto a ella, camina Gregorio, un humilde campesino analfabeto como su esposa, pero lleno de honradez y humildad, la vaina del corvo le baila al ritmo de sus pasos, su camisa blanca parece un chirajo de nieve hecho a su medida, se agarra el sombrero porque el viento se lo puede volar, en su cebadera lleva las ansias de llenarla de esperanzas.
Aquel campesino es un hombre que desde pequeño aprendió a dejar tirada la sombra de su cuerpo en la tierra, sus tatas siempre se lo dijeron:
-Mira hombre, las letras no te van a dar de hartar, trabajá la tierra, mira yo, vos has crecido porque nunca he dejado de sembrar y cultivar, el día que abandonés la tierra, abandonás tu vida, estamos atados a ella mijo, no joda, la mujer se mantiene con el sudor con que la mojamos, la tierra es bendita para nosotros, nuestra madre tierra, que vamos hacer si nos desprendemos de ella.
Aquellas palabras le habían calado fuerte y por eso el trabajo nunca lo dejaba descansar, en su frente se anidaban como huevecillos de codornices, un puñado de recuerdos que le hacían vivir la vida a su manera.
Caminan, como dos ánimas benditas que buscan consuelo a sus penas, llegan al pueblo, se detienen a descansar un rato, agobiados por la fatiga del trayecto, calman su sed en un pocito que vierte agua fresca entre una peña escondida en el corazón de un matorral.
-Sabina, hay que pasar al mercado, tenemos que comprarle la comida al padre, ya sabes que dando es como recibimos, así nos dijo él en la misa, no se te olvide.
El tiempo parece que se ha detenido, en el vacío solo puede escucharse una delicada melodía producida por la breve brisa que los cobija.
-Además, acordate que un día, nos leyó que quien da de comer al hambriento se va directo al cielo por las indulgencias que se ganan. Aunque aquel siervo del señor no parecía tan hambriento por su hermosa figura, cuando se vestía con su elegante sotana, pero de todas maneras era un mandato del señor.
En aquel pueblo no hay muchos lugares de diversión donde los lugareños puedan distraerse, la Iglesia era el único lugar donde acudían todos para saludarse y platicar de muchas anécdotas que les acontecían durante la semana.
Un domingo de tantos, Gregorio no asiste a cumplir con su misión sagrada de escuchar la misa, ya que ha amanecido con una terrible fiebre como resultado de una rara enfermedad que lo ha agobiado y lo tiene postrado en la cama.
Ese día, su mujer, decide marcharse hacia el pueblo sin su amado compañero, son una pareja solitaria, nunca habían tenido la dicha de cargar un hijo en sus brazos, después de diez años de estar juntos.
En medio de aquella tristeza y angustia, entra sigilosamente por la puerta lateral a la Iglesia, el padre ya se encuentra sentado dentro del confesionario para recibir y echarse a los hombros todos los pecados de su amada grey, sacrificio que hace con todo el amor del mundo.
La fila de gente lista para confesarse sobrepasa los cien y solo hay un confesor y la homilía está a punto de comenzar.
Un borracho se pasea por el atrio de la entrada principal queriendo entrar, pero el sacristán lo detiene, el hombre sale dando barquinazos por todos lados hasta que cae de bruces y se queda dormido junto a una banca que está bajo la sombra de un enorme amate.
Los pájaros miran como asustados a la gente y vuelan, huyendo del bullicio de aquel santo lugar.
Después de esperar un buen rato, Sabina, llega por fin al confesionario.
-Buenos días hija, la gracia de Dios sea contigo.
-Buenos días padre, vengo a confesarme urgentemente, porque siento en mí, una grandota llama de pecado que me chamusca el alma.
-Dime tus pecados hija, no creo que sean tan graves.
-¡padre, padrecito por Dios!
No sé cómo decirlo, me da mucha pena, es que siento que todo se me viene encima.
-Pero dilo hija, habla, no hay penas que no podamos soportar.
Con su voz acongojada y su delirante pensamiento ensartado en sus cinco sentidos, exclama:
¡Estoy embarazada!
-Hija, pero eso no es pecado, es el fruto del amor que se nos ha sido dado para disfrutarlo.
¿Cuál es el problema?
-Aquella humilde y afligida mujer, veía para todos lados como presintiendo ser acusada y condenada por aquel delito de amor que confesaba.
El terrible calor del fuego que arde en su conciencia, parece que le devora sin piedad, todos los rincones de su existencia, estar ante aquel confesionario es una verdadera pesadilla.
Por fin, sofocada por un nudo incontenible de ansiedad y de nervios, se decide a soltar sus angustiosas palabras ante el señor cura, enérgico en su palabra, pero lleno de amor, piedad y caridad por los demás.
-Padre, es que no es eso, el hijo que llevo en mis entrañas…
No es de mi marido.
Infiel
Las campanas del santuario parecía que repicaban sin detenerse, las cortinas del altar mayor, se mecían de un lado a otro, voces extrañas se escuchan como descifrando el lenguaje de fantasmas encolerizados y violentos.
-¡Eso si es pecado! ¡Malvada, pecadora, traidora, infame! ¡Infieeeeeeeellllllllll!
La cólera de aquel santo hombre enfrentado ante tan difícil desafío era irremediable.
-Infielllll! ¡Sal inmediatamente de esta sagrada casa!
-Pero padre…..
-Dime….. ¿De quién es la criatura?
Las campanas de la Iglesia perecen que continúan repicando con mucha tristeza.
Unos pájaros vuelan asustados por espíritus que deambulan por aquel lugar buscando salvación eterna.
Dos mujeres ofrecen sus rezos para rescatar almas que han caído en tentación y que suplican desde el purgatorio, por la eterna salvación.
En medio de toda aquella tribulación que vive la mujer, con sus manos temblorosas en su frente, por fin habla, entre balbuceos y tartamudeos:
-¡Padre!
¡Dime, pecadora!
¿De quién es esa criatura?
-Entre lágrimas y miedo ante el confesionario:
¡Es suyo padre!
¡Suyooooooooooo!
El aire parece temblar en los rincones de las sospechas.
Las enormes vigas del templo intentan desquebrajarse.
Los pilares indómitos que sostiene aquella gigantesca estructura colonial amenazan con tambalearse.
Un cántico se escucha al fondo de la sacristía, un cántico que llena de misterio los camarines de los viejos santos que guardan por alguna oración.
-¡Sabina! ¡Eres tú!
-Si padre, la misma, la que le lava la ropa cuando usted me llama.
La que le arregla las cositas de su cuarto. La misma que le lleva su comidita a la cama. La que le da su medicina cuando se enferma. La misma que dice usted que la quiere cuando está…….
La brújula del tiempo señala distancias desconocidas, de las paredes del vacío, parecen descolgar pilgajos de dolor.
En las ventanas, unos ojos burlones se guindan del dintel, apartando las cortinas de la curiosidad para ser testigos de aquella historia sin salida.
Los perros echados a un lado de la puerta de la entrada principal de la Iglesia, desprenden miradas llenas de miseria, el pulguerío los atormenta, pero ya es tarde, no tiene fuerzas para soltarse en sacudidas y dejarlas caer.
Ante aquella confesión de la humilde campesina, el padre medita un momento y exclama:
-Hija, una criatura, cualquiera que sea la circunstancia en la que se trajo al mundo, es producto del amor divino e infinito. Estás perdonada.
Las sombras de los fieles que entran y salen de aquel santuario, parecen doblarse como queriendo huir de una ser que les atormenta.
-Te absuelvo de todo pecado.
-Pero padre, mi marido…….
-Ya no digas nada, está bien… vete sin pena.
-Está bien padre… Sabina se levanta del confesionario, tocándose la barriga que ya se empieza a notar un poco.
Después de algunos días, le comenta a su marido que por fin, está embarazada.
Aquel campesino, humilde, callado trabajador, sincero, salta de Alegría
-¡Después de tanto tiempo! ¡Soy papá!
Toma a su mujer de la mano y se van para el pueblo, para comentárselo al señor cura.
Gracias padre, por ayudarme a tener paciencia.
El cura sonríe en la sacristía, se toma las manos y dice para sí
¿Quién puede explicarse los milagros?
El campesino, lleno de su convicción de sentirse verdaderamente hombre al demostrar que es capaz de preñar a su mujer, sigue doblando su sombra en el campo, todo por el milagro de tener un hijo.
Las campanas de la sencilla Iglesia del pueblo, siguen, repicando sin detenerse un segundo.
Las candelas se doblan en los candelabros, chorreando lágrimas de dolor.
La Sabina se soba nuevamente la barriga, mira a su marido, baja la mirada y sonríe con una sonrisa que se fuga en las alas de las chontas.
A Gregorio le rebalsa el pecho de alegría.
Besa a su mujer en la frente y exclama despacito:
-¡Hijueljute! ¡Al fin, PUDE!