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El cuarto rosa de la pupila y la comandante

 

TANIAPRIMAVERA

El cuarto rosa de la pupila y la comandante

Después de vivir en el ashram, Tini encontró una habitación en la antigua colonia cercana al parque Cuscatlán. Vivían dos ancianos. Una abuela que le gustaba que le trajera del Valle del Yeguare, Honduras, un aceite que hacían de cannabis. Le servía para el intenso dolor de la artritis. Ahí estaba doña Clara, la empleada sorda que atendía la casa. Y don Juan. Le gustó el cuarto, porque estaba al fondo del jardín. Alejado de la casa, más privado. Entre el ginger rosa, el limonero y las monjas blancas, plantas y arbustos encantaron a la  futura pupila. Y ahí estaba, el cuarto rosa de la pupila.

 

La Universidad estaba cerca, tenía horarios nocturnos, y de día trabajaba en lo que pudiera. De free lancer. De made. De archivista en el Lago de Coatepeque. En esos días, buscaba como ir pagando sus estudios y el cuarto. El día a día. Pero a Alice, no le parecía ese cuarto, atrás colindaba con un barranco que estaba en erosión. Pero no, no quería imaginarse si eso pasaba, se iba al barranco.

 

Bajo las tormentas, abría la gran ventana en las noches de estudio. Y escuchaba a Chopin. Nunca molestó con su música a los ancianos. Otra pupila vivía también ahí, al parecer, era la que abría el portón del Mercado Central de San Salvador, al menos eso era lo que escuchó, pues nunca fueron amigas. Ella llegaba casi a media noche, y como compartían ducha, hacía un ruido terrible, dejaba todo empapado, se ponía a cantar, a lavar …a esa hora… Tipo tres de la mañana, se levantaba de nuevo, a hacer otra vez ruido, a bañarse, y se iba. Rarísima. Nunca confirmó si trabajaba realmente en el mercado. La otra pupila, también era rara. De Sonsonate. Pocas veces hablaron.

 

Viejos cuadros con fotos de Venecia, muebles antiguos estilo Luis XV, por todos lados objetos y adornos de exquisitos detalles, se notaba que habían viajado. Las llaves de El Vaticano. Fotos con el Papa. Eran bien católicos, no había fotos de Monseñor Romero. Los ancianos, vivían en sus habitaciones separadas, en sus mundos. Don Juan, escuchaba casi todo el día Radio El Mundo. La anciana, dormía, ya no podía caminar.

Entonces, en la casa siempre reinaba la pupila del cuarto rosa. Cuando no estaba trabajando, en alguna cosa. Tenía horarios libres. Era difícil. Aunque liberada de andar visitando familiares, no tenía familiares, ni tíos, ni primos a quien visitar. Se acostumbró a que su familia paterna se desligara de la vergüenza de haber tenido  un pariente “guerrillero”, o no se explicaba el por qué la distancia siempre. Pero no importaba. Lo cual le enseñó a ser mas libre. Sin resistencia al presente.  Así que pasaba sus días entre el trabajo y el estudio en la ciudad.

Un día, con la ayuda de Sairam, hizo un bastidor de madera para poder enmarcar un lienzo. Quería pintar. Pero ni tenía idea qué. Lo hicieron de madera de pino. Y lo curó con barniz. De repente comenzó a tomar el verde, el blanco, el naranja, el marrón, a sentir ese instante feliz, los colores dentro, como néctar, como flor. Brochazos, puntillismo, o qué será. Solo comenzó a fluir. Era la primera vez que tomaba frente a frente la tela y comenzó a heredar el sentido. Había un sol radiante. Tenía angustia de sentirse sola. Tenía alegría de estar sola. Siempre lo había estado. Algo comenzó a sentir que quería recordar esa época. El verde predomina. Es amor, es verde, es el que la mueve. El corazón. Entre el verde y rosa, y el negro, ahí se definió. Pidió a Vincent van Gogh un poco de luz. Pidió a Rembrandt. Al final, no tenía nada. No tenía escuela, no sabía solo de pasión, e intentó. Pero recordó el sentir, en observar a pintar. Recordó a Sagatara. A Zelié. A Maya. A Consuelo.

Doña Clara, siempre era todo amor. Al llegar de clases, después de las nueve de la noche, llegaba con un plato de cena, pues sabía que seguro no había cenado. A veces, sin hambre, tomaba el plato y le decía solo un –¡gracias!–.

 

Un día, le mostró algunos archivos de su tesis sobre memoria. Archivos de las luchas sociales de El Salvador, y de repente, le dijo –¡esa señora era mi tía!–… ¿Ah sí?… Es Mélida Amaya Montes, líder y fundadora en 1965 de ANDES 21 de junio, maestra, posteriormente “Comandante Ana María” integra las FPL, fue asesinada, estaba en Nicaragua, 1983 en plena guerra.

 

Con un gesto, confirmó lo que escuchó.

 

Mientras pintaba, intensamente, fue dirigiéndose al mismo lugar donde vivía. Ese jardín, ese lugar en el tiempo donde jamás volvió, ese espacio que fue rincón-refugio, en el río de su vida. Al terminarlo, se dio cuenta que estaba ahí mismo. Tratando de inmortalizarse. Se pintó a sí misma en “el cuarto rosa de la pupila”.

 

Llegó el día, murió la anciana. Meses después el anciano. Familiares de ellos que nunca les visitaron, aparecieron furiosos a hacer fogatas de todos sus recuerdos. Doña Clara, logró guardar un buda de bronce chiquito, que le entregó a la pupila, era de un viaje de ellos a Tailandia. También le dio vestidos antiguos de la anciana. No quedó nada. Solo la pintura que después regaló.  Buscó otro espacio donde vivir en la ciudad.

La pintura cuelga hoy en el quinto piso de un apartamento en el blvd. del Hipódromo en la zona rosa de San Salvador.

 

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