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El derecho a caminar sobre el agua (1)

René Martínez Pineda *

En los países pobres y, ante todo, en los pobres países donde, por testamentario y beligerante decreto de la inconstitucional sala de lo constitucional, los únicos seres que tienen derechos humanos son las mercancías, siempre vale la pena reclamar el derecho a soñar, a delirar, a ser locos, a alucinar, a simular y disimular, a ser tentados por el mismísimo diablo, a hacer milagros gigantescos e inesperados… y el más grande de ellos es el milagro de la memoria que se abre como una rosa roja traída del Lejano Oriente. Pero no se puede hacer milagros si tenemos miedo de conocer nuestro poder, o si tenemos miedo de delirar o de alucinar por creer que hacerlo es un pecado mortal que tendrá como resultado escatológico que nos crezcan pelos en la mano. ¿Y si al despertarnos alucináramos un poquito antes de tomar el café con vainilla que nos trae de vuelta al mundo de los vivos? ¿Es acaso contracultura y es malo alucinar por un ratito o tener tentaciones antes de hacer volar las cobijas y poner el primer pie en la luna del nuevo continente que no va más allá de la artritis crónica del vecindario? ¿Qué tal si jugamos por un rato a ser matadores taurinos afamados e, implacables, hincamos en el sucio lomo de la sociedad capitalista los ojos unánimes, hasta que se retuerza de dolor y purgue todas sus perversidades, una a una a una? ¿Qué tal si antes del último bostezo deliramos más allá de la pulcra ignominia de los lobos patológicos para construir en el aire el castillo de otra vida mejor?

¿Y si al despertarnos y asomarnos por las ventanas sin rostros, las calles están limpias de toda miseria y las lámparas del alumbrado público están a salvo de las manos del alcalde nasal que tiene una genealogía de lesa humanidad? ¿Y si, poseídos por el demonio de la conciencia, alucinamos que los únicos miedos que tenemos son el miedo feroz a ser esclavos y el miedo a no ser ardientes y locos y audaces en todos nuestros deseos de conocer otro mundo y otro lugar secreto y otra latitud de la territorialidad de los cuerpos que visten utopías? En las fábricas las mercancías no producirían obreros en serie y los relojes marcadores serían horripilantes piezas del museo de la tortura no aptas para menores de edad; en las grandes mansiones los perros encadenarían a los dueños, les pondrían nombres humillantes o chistosos y les darían de comer lo mismo todos los días y a toda hora; en las calles y avenidas los semáforos le darían vía a las ilusiones de futuro y le pondrían un alto a las desgracias, y lo importante sería el modelo de la gente, no el del carro; la televisión dejaría de ser la tutora oficial de la familia y su pantalla dejaría de ser el paraíso prometido y el gran hermano que nos vigila todo el santo día; la computadora no sería nuestro cerebro y no tendría más memoria que él; las redes sociales no harían las veces de Celestina o de relaciones sociales usuales y todo contacto humano sería piel a piel, cara a cara; la gentecita no sería expuesta en su ignorancia y su fragilidad en los centros comerciales y los hoteles, ni sería ridiculizado su salario en las vitrinas: ¡aproveche: hasta 80 meses para pagar su licuadora de dos velocidades!

¿Y si al despertarnos las cosas fueran al revés en el imaginario popular y hubieses sido tú o hubiese sido yo quien inventó a Dios y al Universo? Si eso fuera así: Dios sería mujer, sin duda alguna sería mujer, y entonces no existirían ateos, ni célibes, ni budistas, ni penitentes, y siempre iríamos a misa vestidos de rojo y bien bañados; siempre diríamos “sí” con el alma, no con la mano o la cabeza, y las iglesias no serían templos fatalistas ni cuevas de hombres de negocios. Si Dios fuera mujer siempre batallaría con fuerza contra la injusticia social; el negro sería su color favorito para confundirse con el cielo de noche; y la desnudez sería una virtud capital y no un pecado mortal; en lugar de comer la hostia besaríamos sus pies perfectos de terciopelo, no de barro; su pubis omnipresente y tibio, no de fría piedra; sus pechos prolijos, no de mármol; sus labios de fuego, no de yeso; sus manos de pétalos, no de madera; su ser total de carne y huesos, no de imaginaria zarza ardiendo. ¿Y el Universo qué sería? Sería una gigantesca y misteriosa luciérnaga de ojos almendrados que lo iluminaría todo sin cesar.

¿Y si reivindicamos como propio, inalienable, originario y ante todo como cultural el derecho colectivo a caminar sobre el agua y sus conexos? ¿Y si al despertarnos no encendiéramos por instinto la televisión para ver las malas noticias de la noche anterior? La publicidad dejaría de ser la tutora asalariada de la moral y sería vista como la amenaza real de una oscura peste medieval y, por si las moscas, sería obligatorio ponerse veintidós vacunas en el ombligo para inmunizarse de por vida. Ser un imbécil sin espíritu ni utopías sería un crimen de lesa humanidad y por tanto serían perseguidos de oficio: los que manipulan las mentes de los estudiantes con falacias garantistas; las vendedoras de fritada ideológica en las venéreas esquinas del cigarro; los políticos que viven de la política y no en ella; los que miran televisión más de tres horas diarias; los diputados que se asustan con los anuncios televisivos y, acto seguido, desfalcan las arcas del Estado; los que miden su felicidad e identidad en las cuentas bancarias, en lugar de medirlas con amigos y pájaros dejados en libertad con quienes nos relacionamos y jugamos sólo porque sí, tal como cuando niños.

En el país sería considerado un acto morboso enlistarse en el ejército o en la policía, así como des-enlistarse del gremio de los que tienen tentaciones. No se explotarían las manos de obra, se venerarían como dioses las obras de las manos; el compromiso social sería un requisito imprescindible para solicitar el documento único de identidad, y la mala poesía será castigada con cinco años de cárcel sin derecho a fianza o libertad condicional.

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