José M. Tojeira
Es difícil salir del asombro cuando personalidades del Estado salvadoreño, en años pasados y en la actualidad, hablan mal o en contra de los Derechos Humanos, o callan ante aquellos que atacan y desprecian derechos fundamentales. Porque cuando se tiene una Constitución inspirada en los Derechos Humanos, es incomprensible que quienes están obligados a cumplirla tengan ese espíritu tan contradictorio con aquello a lo que por ley están obligados.
Y resulta todavía más complicado y absurdo, que se anteponga la soberanía nacional a los mencionados derechos, que han sido asumidos oficialmente, a través de tratados y convenios, como parte de la legislación interna del país. Solo falta que la Sala de lo Constitucional, acostumbrada a decir que lo blanco es negro y lo negro es blanco, como en el caso de la prohibición de la reelección presidencia, nos diga ahora que la Constitución inspirada en los Derechos humanos no está inspirada en ellos y que los tratados y convenios internacionales no son parte de la legislación interna del país. Con las retorcidas y poco racionales reflexiones de algunos sedicentes juristas todo es posible.
Se desacreditan algunos políticos cuando dicen o decían que como somos un país soberano podemos tomar las decisiones que nos dé la gana. Porque la soberanía no es el reino de la arbitrariedad. Tal vez así lo entendían los militares del pasado, acostumbrados a la ley de la fuerza y del abuso. Pero en la democracia, cuando las funciones de la soberanía, que está en el pueblo, se delegan a gobernantes, siempre se hace con condiciones. No basta decir me votaron para justificar las acciones gubernamentales.
La soberanía delegada, no renunciada, siempre está condicionada. La racionalidad, los valores democráticos de diálogo y respeto, la defensa de derechos consagrados en las leyes, la moralidad en el campo de la administración económica del país, el respeto a las necesidades de la ciudadanía y al bien común son parte de los condicionamientos que el pueblo soberano suele poner a aquellos a quienes encomienda gobernar. Por supuesto, no faltan líderes que tienen la capacidad de engañar a sus pueblos o de imponer historias que no son ciertas. Pero con el tiempo la verdad siempre se impone.
La doctrina social de la Iglesia, que siempre propone el Bien Común, insiste en que todas las personas deben disfrutar una serie de bienes comunes entre los que destacan los Derechos Humanos, el compromiso con la paz, tanto social como internacional, la correcta organización de los poderes del Estado, un ordenamiento jurídico que dé solidez y eficacia a las instituciones, y servicios esenciales para el conjunto de la ciudadanía, como la educación, la salud, el agua o la vivienda, medio ambiente sano, la libertad religiosa, de opinión y de prensa, así como la capacidad de cooperación internacional. Respecto a estos bienes comunes, todos tienen el deber de promoverlos y el derecho a disfrutarlos. Y son realmente la base de toda soberanía y de todo poder democrático. Constituyen el bien común.
Además, el Bien Común aparece también en nuestra Constitución como una de las obligaciones del Estado salvadoreño. En ese sentido, cuando se critica al Estado salvadoreño (o a cualquier otro Estado) por no responder adecuadamente al bien común, en realidad se le está haciendo un favor. Las críticas siempre pueden ser exageradas, al igual que las disculpas del Estado también pueden ser insinceras o falsas. Pero el ideal es que nunca se deje de dialogar en las diversas instancias. Si la crítica puede ser muy dura y herir a quienes tienen el poder, también el poder puede hacer desde la falta de escucha o desde la violación de derechos, mucho daño a la ciudadanía. Dividir a la sociedad en amigos y enemigos, rompiendo las posibilidades de diálogo, es lo peor que le puede pasar a un país.
Al final, despreciar los Derechos Humanos, dañarlos, aunque sea parcialmente, es también dañar la soberanía del país. Porque la soberanía, en los países democráticos, se basa siempre en la confianza que se pone en quienes administran el poder. Y si estos violan derechos, aunque no todos lo adviertan, no solo golpean al bien común sino que además están destruyendo las bases de la confianza ciudadana. Lo triste es que el tiempo termina descubriendo los errores democráticos cuando se ha retrocedido demasiado en democracia. Por eso la crítica y el diálogo son indispensables para que la soberanía de todos no se convierta en el ejercicio autoritario del poder de parte de pocas personas.