Carlos Girón S.
Hay muchas personas que aceptan la idea de que hay un destino marcado para cada uno, que lo llevará quién sabe a dónde. Se conforman diciendo, de todos modos, hagan lo que hagan, siempre son guiados por una fuerza ciega hacia adelante, sin poder salirse de ese camino ya fijado de antemano. ¿Fijado por quién?, valdría preguntar. ¿Por Dios?, no; ¿por los “demonios”?, no; entonces, ¿por quién?
Richard Wagner, compuso su hermoso poema sinfónico “La Fuerza del Destino”, que pudiera ser interpretado como si él estuviera convencido de que hay un destino con una fuerza impelente e inapelable, que rige a todos los seres y las demás cosas manifestadas, pero no; él se sentía un hombre libre en todo su ser como para dar expresión a todos sus sentimientos, emociones y componer la música con la que fuera inspirado, aquí sí, por una Divinidad. Pero, dijimos “inspirado”, no obligado o forzado a hacerlo.
La palabra destino puede oírse sonar en la boca de los conformistas, sin una voluntad para emprender cosas buenas, no destructoras; para ejercitar la mente, usar la memoria y la imaginación. Piensan que ya Dios le concedió a cada uno lo que Él quiso: riquezas a unos, pobreza a otros; inteligencia a éstos, torpeza a aquellos; salud a unos, enfermedad a otros. ¡Cuán craso error! Dios no tiene distinción para ninguno de sus hijos. A todos nos heredó los mismos dones, facultades y potencialidades. Depende de cada quién el uso que haga de los mismos, un uso correcto e inteligente, o un uso errado y tonto.
Entre los dones que Dios nos otorgó desde el nacimiento, está además del más grande de todos: la Vida, el libre albedrío o libre voluntad –que es todo un privilegio, un regalo grandioso-. Con ese poder, cada día, cada hora, cada momento, podemos elegir girar hacia la izquierda o hacia la derecha en el sendero de la existencia o podemos ascender, elevarnos, o descender, hundirnos.
Este libre albedrío es una demostración del amor y misericordia del Creador para su creatura que trajo a la existencia. ¡Ah! y con eso Él sabía muy bien que habría algunos que lo emplearían de manera equivocada, perversa, pero lo hizo así para que aprendiera por medio de los resultados y experiencias amargos que iba a cosechar. Él perfectamente pudo habernos formado como simples muñecos de barro o madera, como marionetas, para movernos solo como Él lo quisiera. Pero, no; nos hizo como seres vivos poderosos para que cada uno construyésemos nuestras vidas. Fue a nuestros hermanos menores, los animalitos, a los que les enseñó a guiarse más que todo por sus instintos, aunque parezca extraño y raro, también les dio una forma de razonamiento, parecido al hombre, aunque en éste más desarrollado y completo: el razonamiento inductivo; el deductivo y el silogístico. ¡Tremendos poderes! De este modo, el hombre puede potenciar su voluntad, pues tampoco hay una “fuerza de voluntad”. En gran medida, ésta es generada por los deseos, derivados a su vez de la manera de pensar y sentir del hombre. Y ¡cosa grande! Los deseos brotan, no del cerebro, sino… Del corazón. Así lo intuyeron o descubrieron los sabios del Antiguo Egipto, en las Escuelas de los Misterios, a la cual pertenecieron varios de sus faraones, entre ellos, la única mujer, Hatsptchut, quien postuló esa verdad. No extraña. Ella era lo que se dice una “Iniciada” en esas escuelas, a las que acudieron aquellos gigantes sabios como Pitágoras, Platón, Tales de Mileto, Anaxágoras y muchos otros más.
Una cosa: al recibir el hombre su libre albedrío, fue investido a la vez de una enorme, tremenda, responsabilidad: cuidar sus pensamientos y acciones, calibrarlos atinada y sabiamente. ¿Por qué o para qué? Por algo increíble y al parecer inverosímil: que el resultado de todo ello, de su comportamiento gracias a su libertad de elegir… Tiene una repercusión… Universal, cósmica… ¿Fantástico? Lo parece, increíble e inadmisible, pero hay un hecho, es que el hombre es una antena de radio que constantemente está emitiendo radiaciones al espacio; su energía se integra al total de las energías cósmicas. Fantástico, como parece, pero indiscutible. Él, el hombre está imbuido de y en las energías que sostienen al Universo y lo mantienen en movimiento…
A la vez, el espacio cósmico es como un espejo que refleja lo mismo que le llega, particularmente en este caso del hombre. Si.. Increíble, pero así lo afirmaron los sabios de la antigüedad, que recibían sus ideas y conocimientos gracias a que se armonizaban con esas fuerzas cósmicas. Por eso nos vienen los tornados, devastadores huracanes y terremotos, salvo las guerras que, esas sí, son obra de los hombres ambiciosos, codiciosos, con sed de poder y dominación aquí en la Tierra.
Concluyamos, pues, en que no hay un destino ciego, fatalista, que encadena a los humanos. Pudiera ser así si no tuviéramos la gloria de ser libres, danzando nada más con el ritmo de las leyes naturales y divinas. Por eso Prometeo, encadenado en la roca, expuesto a la mirada y el apetito de los buitres, gritaba: ¡Nada me sucederá aquí y donde sea que no haya decretado por mí mismo!