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El día de los difuntos

@renemartinezpi
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El olor a cipreses machacados, generic pilule a llanto inasible, buy viagra a tierra molida por la congoja, treatment se hacía cada vez más exacto. Llegamos al cementerio de Ciudad Delgado a las cinco de la tarde, cuando el sol estaba extenuado y las vendedoras gritaban, con voz ronca y ajetreada, sus últimos “nombre de dios”. Y como no se puede hacer ningún rito trascendental sin interponer la comida, mi abuela nos compró unas hojuelas con miel de panela que se despedazaban como hojas marchitas en nuestras manos, embarrándolas de llanto pipil; ella compró una corona de flores naturales ataviada con listones alegres, porque “cuando a los muertos se les ponen flores de mentira sus almas no descansan”, dijo.

Tardamos en abrirnos paso en ese mar de flores y arrepentidos tardíos, debido a que la mayoría corría a la salida para apurar la visita protocolar a la pupusería de la niña Lilian –allá por la farmacia La Salud- justo a la par de la línea férrea de un tren que aún tenía aliento para llamarnos cuando volvía de tierras pretéritas que nos hacían soñar cuando veíamos sus llantas brillantes y sus vagones cargados de saludadores e inconfesables olores de las cajas llenas de cosas extravagantes traídas de muy lejos.

Era un dos de noviembre vestido de sábado. Sábado de fieles difuntos en el que hice míos los símbolos y creencias luctuosas que fueron hilvanadas para que supiera que la conciencia de la muerte es lo que importa; para que aprendiera a caminar en el laberinto sin centro de la cultura. Las tumbas lucían limpias, bañadas de confetis como de pétalos; de sus cruces colgaban cadenas coloridas –de papel de china y aluminio- que desean ser el lazo eterno que ate a los vivos con los muertos a través de la añoranza. En las tumbas recientes, llantos inconsolables; en las tumbas añosas, gratos recuerdos.

Con la precisión que sólo puede dar el ansia de juntarse con el ser amado, mi abuela recorría las veredas idénticas, polvosas, amorfas, que como hojas deshojadas se desparramaban entre las tumbas, ese día acicaladas y bulliciosas, cargadas de niños que nos sentíamos bravos por entrar ilesos al panteón, afamado asustador de noche; y por pararnos sobre las tumbas de los olvidados sin tener miedo. Ese día el panteón era como un espacio cálido que cumplía la función prehispánica de ser un punto de unión mística entre los vivos y sus muertos; entre su ayer y nuestro hoy; entre su herencia y nuestra memoria; entre sus muertes y nuestras vidas.

Aquí es –dijo, aliviada-. Llegamos a la tumba del abuelo, y ella, con la misma ternura melancólica con que nos arreglaba la ropa para ir bien presentables a la escuela, procedió a limpiar y adornar la tumba de quien había sido, antes que yo, el amor de su vida. Tras la corona de flores que cargaba con el mismo cuidado que tuvo cuando arrulló nuestras fiebres, soltó una lágrima dolorosa con la que enjugó el amor que le quedó pendiente cuando se supo sola, y fue entonces que entendí una de sus frases favoritas: sólo la muerte no tiene remedio. La tumba del abuelo quedó fulgurante, toda loca de flores efímeras que nos recordaban la fugacidad de la vida. Casi era tangible la sonrisa del abuelo al saberse ataviado por ella, la señora imponente que decidió, un día, llorar mis lágrimas hasta que yo supiera cómo distribuirlas.

Nos sentamos en la sombra de la tarde, y el olor a ciprés se hizo universal, agudo. Mientras terminábamos de saborear las hojuelas, mi abuela aprovechó cada tronido para tensar las leyendas de miedo que solía contar cuando quería que nos escondiéramos en sus brazos. En esa ocasión nos habló de la Julia, aquella mujer que se volvió loca desde el día en que, por salir a ver una procesión de muertos, amaneció en la cama con la pierna sangrienta de uno de ellos, la cual había guardado la noche anterior creyéndola una veladora. Más tarde nos volvió a recalcar que: hay que tenerle miedo a los vivos, no a los muertos. Un poco más tarde, cuando vio que mi hermana arrancaba una flor de una tumba ajena, nos dijo que quien se robaba algo de la tumba de un muerto desconocido era visitado por él en la noche para reclamar lo suyo. Por primera vez, no le creí. El olor a ciprés empezó a ser mecido por un silbido que nos anunciaba la entrada de las sombras.

Cuando el sol arrió sus rayos; y las manos eran ya impersonales; y el olor del ciprés lo había inundado todo, mi abuela se despidió del abuelo con un beso retenido. Limpiándose la mejilla, ese espacio tibio que tantas veces me arrebató del dolor, nos pidió que cuando muriera no la fuéramos a visitar al panteón, pues ella sabría cómo arreglárselas para estar siempre con nosotros, a través de lo único que no debe morir si queremos seguir siendo lo que somos: la memoria.

Salimos corriendo intentando dejar atrás el inefable olor a ciprés. Como no le creí a mi abuela la historia de los robos panteoneros, en un descuido me pasé robando una rosa blanca, que lucía inexacta en una tumba abandonada por el tiempo y la nostalgia. Había decidido torear sus leyendas.

Llegamos a casa pasadas las ocho, pues por imposición de una cultura que no es necesario comprender para poseerla, pasamos comiendo pupusas de ayote con queso y loroco, después de lo cual regresamos a pie contando los durmientes del tren y descifrando el conjuro oculto en las estrellas que esa noche lucían inusualmente cercanas y sentenciadoras de terribles metamorfosis. Como era costumbre los dos de noviembre, antes de irnos a dormir mi abuela nos tejía esas leyendas lúgubres que, estoy seguro, se inventaba sólo para prolongar, un ratito más, los momentos compartidos.

No obstante el crujir de puertas sin casa y el chillido de cadenas en pena que nos contó, me dormí rápido, y hasta podría decir que esa noche tuve uno de los sueños más reposados. Antes de acostarme, puse debajo de la almohada la rosa blanca que había robado.

Lo que me despertó, de un tirón, fue ese afilado olor a ciprés que sin explicación había inundado la habitación. Mi primer impulso fue buscar bajo la almohada la rosa blanca… y en su lugar hallé una tibia y sangrante mano que aún temblaba por la vergüenza de saberse mano de ladrón. Bastó un ademán suyo para hacerla desaparecer… y para que yo, desde ese día, no pusiera en duda sus palabras.

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