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El día de los lápices rotos (1)

@renemartinezpi
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Digamos, store aprovechando la coyuntura, thumb que la suspensión de clases impulsada estos días en la Escuela de Ciencias Sociales es un objeto de estudio tan aleccionador como oportuno. Cuando empezamos a creer, ciegamente, que las justas luchas reivindicativas de los otros por hacer valer sus derechos son menos importantes que nuestros intereses y nuestra calma, porque consideramos que esos “otros” no son parte de “nosotros”, y que esos “otros” son una minoría a la que no se debe escuchar, empezamos a discriminar y, con ello, reproducimos las perversiones clasistas que le dieron vida a los actos de muerte más inhumanos del capitalismo, tales como el nazismo, el colonialismo, la dictadura militar y, en su versión más depurada, el imperialismo. Si creemos, paradójicamente, que los “otros” son menos importantes que “nosotros”, entonces no deberíamos estudiar ciencias sociales porque carecemos de una de sus virtudes formativas más importantes y lapidarias: la solidaridad social, que es el punto de partida de la conciencia social, la cual siempre tiene intereses de clase, debido a que la historia ha finalizado sólo para quienes le temen.

Para asomarse al estudio y comprensión teórico-práctica de la sociedad capitalista signada, hoy más que nunca, por el consumismo, la perversión, la ambigüedad y la cosificación mercantil de las personas, es fundamental comprender los factores que explican la conciencia, la organización social, la voluntad y la movilización, o sea decodificar lo que funda y produce-reproduce la vida en sociedad (independientemente de sus niveles de justicia o desarrollo) y crea la unión (en mayor o menor grado; condicionada o incondicional) entre los seres humanos. En sociología sabemos que los lazos que unen a los individuos en el denso entramado de “los unos, los otros y nosotros” en las más disímiles sociedades están hechos de solidaridad social, sin la cual no habría una vida colectiva, siendo tal solidaridad del tipo utilitarista (propia del interés privado) o social, cuando va más allá de los intereses personales. Pero ¿qué es la solidaridad social? ¿En qué consiste ese sentimiento social que nos hace luchar por los intereses de los otros sin esperar nada a cambio? Para comprenderla, desde lo teórico-práctico que puede implicar, por ejemplo, una lucha de los empleados por conservar sus puestos de trabajo, es básico tener en cuenta las ideas de conciencia colectiva (o conciencia común y, por tanto, concreta desde la perspectiva clasista) y la conciencia individual (o abstracta, en tanto el individuo no existe por sí mismo en sociedad).

Cada uno de nosotros tiene, en abstracto, una conciencia propia o individual que no es ni propia ni individual, pues, strictus sensu, se forja en la sociedad y es modelada por ella, la cual posee características sui géneris y, por medio de ella, tomamos nuestras decisiones cotidianas. La conciencia individual está unida, de cierto modo, a nuestra personalidad que es la que, en la intimidad, nos hace ser de izquierda o de derecha; individualistas o solidarios con las causas de los “otros” que son nuestros hermanos; progresistas o reaccionarios, pongamos por casos. Pero la sociedad no conforma su talidad como una simple y aritmética sumatoria de hombres aislados y perentorios lanzados al azar en el tapete de la historia, es decir, a partir de sus conciencias individuales en abstracto (como nos quiere hacer creer el capital), sino que la sociedad es tal –y funciona como tal- por la presencia-ausencia de la conciencia colectiva (o social, en su versión más desarrollada cuando se apropia de la memoria histórica y de una identidad sociocultural acorde a nuestras condiciones de vida material). En este sentido, la conciencia individual (la que el sentido común llama “la voz de la conciencia”) sufre la incidencia de una conciencia colectiva y orgánica, la cual es el fruto de la combinación dialéctica de las conciencias individuales de todos los hombres al mismo tiempo y sobre el mismo tiempo-espacio, lo que hace que las personas sean un cuerpo-sentimientos tan complejos como históricos. La conciencia colectiva y orgánica (esa que nos hace ser solidarios por voluntad propia) es responsable directa de la formación -o deformación- de nuestros valores morales, de nuestros sentimientos comunes, de nuestras utopías o rediles, de aquello que tenemos como cierto o equivocado, honrado o deshonrado, correcto o incorrecto y, de esa forma, ejerce una presión externa sobre los hombres en el momento de sus decisiones fundamentales o triviales, ya sea al calor de unos tragos o al calor de la lucha de calle.

Así, la conciencia social (o conciencia de clase, cuando se concreta en función de un proyecto de vida) habla y trata de aquellos valores y comportamientos de aquel grupo socioeconómico en que está inmerso como individuo aparentemente aislado y único, y es transmitida por la vida social. En ese sentido, la sumatoria de la conciencia individual con la social forma lo que se conoce como sujeto social, el cual tendría una vida social entre los miembros del grupo y a partir de él. Por lo tanto, podemos afirmar que la solidaridad social –en tanto conciencia de clase, en tanto reconocimiento de quiénes son los “otros” y quiénes somos “nosotros”- está dada por la conciencia colectiva que es, metafóricamente, su pecado original o, perifraseando a Marx, es la acumulación originaria de sentimientos, hechos y realidades que fundan la conciencia social, pues esa es la responsable de la cohesión (unión orgánica) entre las personas en función de sus objetivos y metas propias y ajenas. Sin embargo, la solidez, el tamaño, la condición, el talante o la intensidad concreta de esa conciencia social es la que va a medir la conexión real entre los individuos (que están distanciados entre sí sólo aparentemente) variando según el modelo o perspectiva de organización social de cada sociedad, es decir según los intereses de clase que se tengan o se crean tener.

*René Martínez Pineda Director de la Escuela de Ciencias Sociales, UES

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