Alejandro Henríquez
La conmemoración del Día Mundial de la Tierra tiene sus primeros atisbos a finales de la década de los 60. Sin embargo, fue en el año 2009 que la Organización de las Naciones Unidas proclamó el 22 de abril como el “Día Mundial de la Tierra”. En las primeras conmemoraciones de aquella época las consignas de lucha eran creciente irresponsabilidad ambiental del Gobierno de los Estados Unidos, puesto que las cuestiones ecológicas no yacían en la agenda política de dicho momento histórico.
Definitivamente, las condiciones socio-ambientales de aquel entonces no solo se mantienen hoy en día, sino que, además, las mismas se han acentuado hasta el punto de generar lo que algunos autores han denominado como “el colapso eco-social”. Algunos datos fatales sobre las condiciones de nuestra tierra son los siguientes: a nivel planetario, estamos en la sexta gran extinción, la crisis sanitaria provocada por la pandemia de la COVID-19, crisis energética, catástrofe climática, derretimiento acelerado de los glaciares.
Es de tomar en cuenta que El Salvador no escapa de dicha crisis, del colapso-ecosocial que ha socavado la calidad de los bienes ambientales, tales como el agua, el aire, la tierra; esto, a través del vertimiento indiscriminado de residuos, el mercado de la especulación inmobiliaria, la contaminación electromagnética, el uso intensivo del agua y la deforestación.
Este panorama no se debe a una crisis de la naturaleza, es decir, no es la semilla que no germina, no es que el agua no se infiltre o que la naturaleza haya perdido su capacidad de regeneración y de generador y desarrollador de la vida; sino que es producto del desprecio a cualquier límite natural, a la cosificación y mercantilización de los bienes ambientales, al sentido de superioridad de la raza humana y al pensamiento antropocentrista que predica la cultura occidental. En resumidas cuentas, este panorama de crisis climática y ecológica es el corolario de un sistema económico, de un sistema de valores separatista que no reconoce límites y que busca la generación infinita de riqueza o crecimiento a costa de bienes finitos.
En otras palabras, es el capitalismo el que ha desatado una crisis ecológica sin precedentes, una crisis cuya punta del iceberg es el coronavirus y que debe ser entendido como el preludio de la catástrofe a la cual el sistema capitalista conduce no solo a la humanidad, sino a toda la vida que habita en el planeta tierra. El capitalismo, con todas sus diferentes formas, ha socavado y dañado a la tierra hasta las condiciones socio-ambientales actuales.
Por todo, resulta lógico afirmar que el capitalismo es insostenible y que es el antagónico al respeto y veneración de la vida, de la tierra y de la naturaleza. Por ello, es indispensable librar una lucha antisistémica orientada a la transformación radical de la concepción de la vida, del valor de la tierra y la naturaleza. Que, por toda la crisis y sus causas, todas y todos gritemos: ¡No hay un planeta “B”!