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Por: Marvin Guerra

Aquella noche soñé con Ana Irma. La vi en medio de un grupo de niños, a los que no reconocí. Estaba sentada al centro, en una pequeña silla, de esas de kidergarden. Se veía feliz, y cada tanto soltaba esas carcajadas estereofónicas, que animaban a cualquiera. Levanté mi mano a manera de despedida. Me respondió “que le vaya bien para donde va” como solía hacerlo a diario, en los siete años, en que trabajamos juntos compartiendo una sala de operaciones.

Aún recuerdo, el día en que volví. Llevaba más de seis años, fuera del hospital que había sido mi escuela y casi una segunda casa. Cuando me paré frente al biométrico, tenía esa sensación rara de estar en un lugar conocido, pero sentirme un total extraño. Una voz a mis espaldas me dio la bienvenida:

—Hola Doctor, ¡púchica! Y usted ¿qué putas se había hecho? No hombre, ¡no joda! Ni por joder nos ha venido a ver en este tiempo—me dijo duro y sin anestesia, en tanto soltaba su primera carcajada.

—No hombe vieja, es que no había podido—respondí sonriendo.

—¡ah! Pero para andar viendo culitos si hay tiempo— y soltó una nueva carcajada. Después agregó —Vaya pues, coma bien que hoy nos tocada cachimbeado, ahí lo espero con el café, se saca el semitón, para que agarremos fuerzas—y se encaminó al ascensor para llegar a los quirófanos.

Después de aquella pequeña charla las cosas tomaron un giro. Volví a sentirme en familia y tan pronto como pude, llevé las semitas prometidas. Las cuales disfrutamos con un buen café instantáneo, con deliciosos tonos de aroma y acidez.

Nuestros días transcurrían entre cirugías y excelentes conversaciones, a las que se unía nuestra amiga Teté. No dejábamos títere con cabeza y tanto podíamos hablar de política, arte, ciencias o cualquier tema que saltara a la palestra, mientras operábamos. Incluso la zona de descanso, que no era más que el vestidero, fue testigo de nuestras pláticas interminables, acompañadas de risas y bromas. Los consejos no podían faltar y en tanto Ana Irma encontraba a una neófita en las cosas del amor, soltaba todo tipo de recomendaciones, para no dejar escapar al hombre soñado “qué si la subidita todas las noches” o aquello de “buzas ahí que aquellito no tiene sabor, ni olor, así que no cae mal una probadita”

Convivíamos a diario. Nuestras únicas discusiones, y por lo que podía vérsele enojar, era por el descarado asalto a su casillero, donde mantenía escondido el tarro de café, y su famosa frase de molestia “¡hey! ¡hey! ¿Qué ondas ahí?” resonaba por toda el área de descanso, mientras nosotros a cambio del hurto, ofrecíamos pan, como gesto de paz, para escuchar al final un redimido “tomen ahí pues, pero la próxima vez ¡avisen!”

Así pasaron ante nosotros siete buenos años. Las mañanas terminaban al llegar la hora de salida, en que mencionaba mí infaltable frase: —ya me voy a la mierda— Obteniendo por respuesta “que le vaya bien para donde va” acompañada de su sonora carcajada.

El día en que la soñé, Ana Irma llevaba 3 días en coma. Su padecimiento no estaba relacionado con la pandemia que nos amenazaba, es más, solíamos hacer bromas, de cual sería nuestra suerte en medio del contagio que se avecinaba. Prometimos cuidarnos y cuando todo terminara, celebrarlo con café y pan.

Un poco antes de su ingreso, la vi muy mal. Mi corazón se encogió y olvidando mi entrenamiento, no pude más que recomendarle ir a consultar. El miedo me paralizó, ya que es tan difícil ver sufrir a los que queremos y eso es lo que borra el conocimiento, sustituyéndolo por aflicción. Así qué siendo cobarde, la deje ir.

Al día siguiente de aquel sueño, Teté llamó para decirme que, Ana Irma “mi vieja” nos había dejado. La noche anterior, sin saberlo, llegó a despedirse, no podía irse sin decirme su frase.

(A más de un año de tu partida, te recuerdo, te extraño y no te imaginas cuanto desearía poder tomarnos juntos un café. Abrazos hasta el cielo mi vieja)

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«Para enflorar». Foto: Karen Lara. Portada Suplemento Cultural Tres Mil Sábado, 2 de noviembre 2024.