Álvaro Darío Lara
Escritor
«Cuando hay un diálogo verdadero, ambos lados están dispuestos a cambiar» nos dice el maestro zen Thich Nhat Hanh, una afirmación que no urge de sesudos análisis, que es sencilla, desnuda, como las supremas realidades del espíritu humano.
En días anteriores, profesionalmente, escuché los reclamos, sin fundamento, de una persona, muy sobrada de sí misma, que se quejaba de ser víctima de una injusta denuncia. En su opinión, la verdadera víctima, era ella, cuando en honor a los hechos, se trataba de todo lo contrario.
Me llamó mucho la atención, el tono, el lenguaje corporal, y el discurso airado de la persona. Sobre todo, su incapacidad para escuchar los argumentos por los cuales la denuncia en contra de ella y de su institución, sí procedía, no sólo legalmente, sino en honor a la justicia.
Amparada en su grueso currículum, relaciones sociales y poder económico, la persona en cuestión, exigía que se le tratara con «preferencia», es decir, de manera ilegal. Fue imposible hacerle entrar en razón. Había en ella un fuerte egocentrismo, que le obnubilaba, por desgracia, el entendimiento. Sin embargo, muy a su pesar, al final, debió acatar la ley. Cuando se retiró, los tres profesionales que allí estábamos, quedamos agotados. Pocas veces he deseado tanto, salir a tomar el aire, fuera de la oficina, como esa tarde.
¿Cuál es la razón para que actuemos de esa manera? ¿Por qué no respetamos los procesos establecidos, y buscamos siempre las soluciones plagadas de cuestionados compadrazgos? ¿Por qué a sabiendas del daño que ocasionamos, persistimos en el error?
Las respuestas a estas interrogantes no son difíciles. Nos hace falta mucha humildad, mucha paciencia, mucha honestidad, mucha capacidad de situarnos en los zapatos del otro. Nos fascina la complicación; aferrarnos por capricho, por egoísmo, por maldad, en ocasiones, a posturas insostenibles, cuando resulta tan fácil aceptar nuestra equivocación, ceder, solicitar disculpas; reparar el mal que hemos ocasionado.
A propósito del 85 aniversario de la transición de don Alberto Masferrer, ¡cómo continúan siendo sabias sus palabras, respecto del tema que hoy nos ocupa! Escuchémoslo: «Antes que tú nacieras, el mundo existía y marchaba. Después que hayas muerto, sucederá lo mismo. Si mueren mil, diez mil, cien mil como tú, no por eso se detendrá la marcha de los pueblos hacia el bien y la luz. Así, no te hagas la ilusión de que eres necesario y que no podremos caminar sin ti. Si trajiste a la vida una buena idea, dila; si descubriste una verdad, muéstrala; si eres capaz de una buena acción, hazla; si piensas que vamos errados, avísanos. Pero no vengas a violentarnos. No vengas a torturar, a encarcelar, a desterrar, a matar a tus semejantes, por tal de que realicen lo que tú llamas el progreso».
¡Cuántos dolores de cabeza podrían evitarse en la familia, la escuela, el trabajo, el templo, el vecindario, si comenzáramos a escucharnos y a dialogar sobre la base del respeto! ¡Nunca es tarde para comenzar!
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