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El dilema de Occidente

Iosu Perales

Al escuchar a un locutor de la radio COPE decir a propósito del atentado en el Puente de Londres y en el mercado de Borough: “Han matado a siete de los nuestros” sentí como si me hubieran dado un golpe. El periodista se refería exclusivamente al atentado terrorista en el Reino Unido, para nada al ocurrido casi al mismo tiempo en Kabul. Enseguida pensé que los veinte muertos afganos también eran de los nuestros. “Los nuestros y los suyos”, “ellos y nosotros”, una idea binaria peligrosa y maniquea que hace alusión a dos mundos enfrentados, propia de quienes predican la guerra entre civilizaciones y la necesidad de aniquilar al contrario mediante la fuerza.

Es verdad que no vale el buenismo frente a quienes han declarado la guerra al resto del mundo, pero nuestra fortaleza requiere que sea filtrada por el tamiz de la justicia y la inteligencia. Ni vale ni es eficaz la reacción visceral, bruta, que solo puede llevarnos a alimentar la cólera y el sectarismo.  Hace falta en primer lugar discernir bien quien ataca. Quienes hacen la guerra no son los pueblos árabes en particular y musulmanes en general. Más bien estos pueblos son las primeras y más castigadas víctimas del Estado Islámico (EI). Con ellos deberíamos ir construyendo la alianza de civilizaciones que quiso impulsar José Luis Zapatero y quedó estancada porque no hubo suficiente liderazgo y voluntades. Pero incluso con ese fracaso en la mochila y a pesar de la regresión del turco Erdogan que había dado impulso a la idea, el acercamiento entre pueblos de distintas culturas, costumbres, lenguas, religiones, será siempre un camino correcto. Lo demás es la guerra sin final.

La erradicación del Estado Islámico, de Al-Qaeda y de otras organizaciones yihadistas, requiere de la colaboración global entre estados y gobiernos. Requiere la coordinación de sistemas preventivos y de información. Implica sólidos acuerdos entre grandes potencias. Si las diferencias geopolíticas y las derivadas de la pugna por el control del petróleo y otras materias primas, impiden una buena alianza internacional, estamos dando ventaja al EI. No puede ser que EEUU, Rusia, Francia, Reino Unido, vayan cada uno por su lado en Siria, en Irak o en Libia. Cómo no puede ser que se consienta la doble política de Arabia Saudí que aparece como aliado de Occidente mientras exporta ideología y dinero al Estados Islámico. Si estimamos que es posible un acuerdo global para salvar a la Tierra –a pesar de Trump- cómo no vamos a creer factible una alianza mundial para preservar la paz. Lo que sospecho es que en este tablero de conflictos y de extensión del terrorismo hay quienes buscan ventajas y no priorizan detener la tragedia. De paso difunden el rumor de que una alianza entre civilizaciones es un deseo de personas soñadoras y de que la política y la diplomacia ya no tienen espacio y la democracia es un cuento de hadas.

Sin embargo, junto a las medidas de seguridad necesarias y que no violenten las libertades, hay que volver una y otra vez al diálogo, a la diplomacia, a los acuerdos de corto plazo y estratégicos. No hay que olvidar que quienes mejor pueden combatir al EI hasta derrotarlo, son los pueblos árabes y musulmanes. Sellar compromisos con estos países e intercambiar herramientas de información y de dotación de medios, debe ir a la par de abrir espacios de acercamiento y conocimiento mutuo. En lugar de empujar a nuestras sociedades a que terminen exigiendo represiones masivas, es mejor inculcar una reflexión sobre la importancia de la solidaridad entre víctimas del terrorismo, hablemos la lengua que hablemos y tengamos la religión que tengamos.

Si la alianza de civilizaciones queda en un discurso huero y pomposo, una mensaje queda-bien, no solo será inútil, sino que además quemará una posibilidad futura. Ya antes, la iniciativa de Zapatero, a pesar de reunir a un centenar de países en el marco de Naciones Unidas y contar con el aval de Barak Obama en mayo de 2010, fracasó porque sobraba postureo y faltaron políticas concretas, lo que hicieron de la iniciativa un fiasco. Pero la idea que fue adoptada por las Naciones Unidas el 26 de abril de 2007 bajo la Secretaría General de Ban Ki-moon, sigue siendo buena frente a la fatalidad. Y necesaria. Merece la pena un nuevo impulso, pero fracasar otra vez sería letal.

Es un hecho que la geopolítica mundial ha situado nuevamente en el centro del debate internacional las relaciones entre occidente y el mundo musulmán. Muchos episodios evidencian que cualquier estrategia estatal, regional o internacional de seguridad debe tener entre sus prioridades las relaciones con el mundo árabe-musulmán. No hay mejor salida. Lo otro, el mero intercambio de golpes será un combate eterno, en el que quienes no temen morir y actúan como suicidas tienen las de ganar.

No se trata de una alianza light, ya que comprende la cooperación antiterrorista, la lucha contra las desigualdades económicas y el diálogo cultural, tal y como fue definida en Naciones Unidas. Frente a ello están quienes alientan el choque de civilizaciones. Fue Samuel Phillips Huntington quien encendió la mecha con la publicación de un artículo que posteriormente se convirtió en libro, en 1996. En mi opinión lo que hizo Huntington es dar cobertura a la agresión contra países a la par que recomendaba a occidente abandonar el universalismo democrático y prepararse para nuevas y decisivas guerras. Fue asesor de Lyndon B. Johnson y en 1968 justificó los bombardeos a las zonas rurales de Vietnam como modo de forzar a los partidarios del Vietcong a desplazarse a las ciudades.

¿El choque de civilizaciones que nos propone? Nos dice que la confrontación entre culturas es inevitable. Su determinismo alimenta la fatalidad de que no hay nada que hacer para evitarlo. Este enfoque lleva a lo contrario de la apertura, la inclusión y el diálogo. Huntington ve en la diversidad de civilizaciones que constituyen la identidad más amplia que tienen los pueblos con sus valores, su cultura, su religión, su lengua, su historia, un conflicto en lugar de una oportunidad, un problema en lugar de una ventaja. Parece ser que hubiera querido un mundo alineado en torno a occidente. Ve un complot islámico que proporciona una ideología al complejo militar norteamericano tras la caída de la URSS, y también a la cruzada de EEUU por el petróleo.

Es cierto que la alianza de civilizaciones parece una propuesta que va a contra corriente. Pero, llámese como se quiera, hacen falta acuerdos entre occidente y oriente, entre países ricos y países pobres, entre los del Norte y los del Sur, sino queremos anclarnos en un escenario de batallas de todos contra todos. Las guerras actuales, con sus atrocidades que cuestionan la naturaleza de los seres humanos; las migraciones que están siendo respondidas con bajeza y crueldad desde los países ricos; el hambre que sigue siendo una bomba de relojería; la gravedad del cambio climático que desvela la ignorancia de quienes estamos cortando la rama en la que asienta la vida humana; todo ello requiere de acuerdos universales más pronto que tarde. Responder a la barbarie del terrorismo pasa por reordenar el mundo, por pensar el mundo de otra manera, por poner en marcha mecanismos que obliguen a todos los países a respetar la vida y a aceptar la libertad.

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