Gito Minore,
Escritor argentino
Acá nos ven. Otra vez en la calle y nuevamente con todos los bártulos a cuestas, buscando un cuartito. No importa si es un agujero, una pocilga, un cuchitril. Que sea como sea, a esta altura ya da lo mismo. No hay pensión que nos aguante.
Es cuestión de llegar, instalarnos y que, a los dos, tres o cuatro meses a lo sumo, nos caiga el encargado a pedirnos de buena o mala manera que le dejemos la pieza. Y ahí volvemos a recomenzar, una vez más con todos los petates, la eterna búsqueda de alojamiento para una pareja de chiflados.
Porque eso es lo que somos, o por lo menos lo que la gente ve en María Rosa y en mí, nada más y nada menos que un matrimonio desquiciado.
Pero esto no fue siempre así, no señor. Nuestra vida, o mejor dicho nuestra nueva vida, empezó hace relativamente poco. Harán tres años ya. Cuando sucedió el milagro. Antes éramos personas normales, con vidas corrientes, que habían formado una familia tipo.
Todo había sucedido más o menos acorde a lo planeado, a lo que gente como nosotros podía esperar de su existencia. A los veinte nos conocimos en un boliche. Como ella era una chica seria y yo también nos pusimos de novios sin vueltas. Al poco tiempo nos casamos o nos casaron. Después vinieron los hijos. Primero la nena después el varón. Laburo nunca nos faltó. Al principio vivimos en lo de mi suegro en provincia, luego pudimos progresar y nos alquilamos un lindo tres ambientes en Villa Luro. Los chicos fueron a colegio privado. Veraneábamos todos los años.
Nuestra vida era una vida normal. Es decir, era un embole.
Porque esa es la palabra: embole. Muchos quieren disfrazar el término y llamarlo aburrimiento, agotamiento, stress, acostumbramiento. Pero no. El embole es como todo eso, pero mucho peor. A lo que más se asemeja es a la desidia. Esta, según lo define la Real Academia Española, es “Negligencia, falta de cuidado”.
Pero el embole va un pasito más lejos. A la falta de cuidado, al aburrimiento, al cansancio se le agrega una sensación de molestia. Un peso, un aplomo que cae sobre las espaldas y sobre el alma. Es un estado de ánimo que no se cura con psicoanálisis como sí las otras cosas. Es una sensación que no nace de un día para el otro, sino que se va acumulando como los sedimentos marinos, uno a uno sobre las rocas del propio pesar, de la propia vida. Y uno no se percata.
Obviamente que nosotros no nos dábamos cuenta del embole. Lo vivíamos y ya. Cada uno cumpliendo su función en el engranaje familiar y social, y a otra cosa.
María Rosa trabajaba en una oficina de seguros y yo desde que salí de Económicas atendía la ventanilla de un banco por un sueldo de morondanga, a la espera de un ascenso que nunca llegó.
Nuestra magra existencia era eso. Solamente eso. Entonces cruzamos la línea de los cuarentas. Crecieron los chicos y cada vez estábamos más solos. Es cierto que nunca nos llevamos mal, pero tampoco muy bien que digamos. Incluso en algún momento, durante alguna que otra pelea perdida en el olvido, se barajó la posibilidad de separarnos. Pero no prosperó. Nunca nos dio el espíritu para semejante osadía.
Y en eso estábamos, cuando una tarde de septiembre pasó lo inesperado. El giro que transformó nuestro destino. El golpe de magia que trocó nuestro embole en vida. Pura vida.
Era domingo y, como ya se nos había hecho costumbre, fuimos al cine. No teníamos ninguna película en mente. Generalmente recalábamos en el Centro, pero ese día se nos dio por ver que había en el Gaumont. ¿Por qué? No sé. En vidriera habían unas cuantas, ninguna nos llamaba mucho la atención. Justo en media hora empezaba una, así que nos decidimos por esa. La película en cuestión era un bodrio que se suponía comedia de enredos en un edificio. Creo que se llamaba Los vecinos, no me acuerdo bien. Lo que sí recuerdo es que no pasaba nada. Pero nada. Eran actores hablando y haciendo cosas que debieran ser cómicas o al menos graciosas. Pasaban los minutos y nada. La sala estaba en silencio. A la sucesión de supuestos gags nadie respondía ni con una mínima risita. Solo algunas toces aparecían de vez en cuando. Algunos incluso, al promediar la media hora, se levantaron del asiento con rumbo a la salida.
Entonces sucedió lo maravilloso.
De repente, sin ninguna razón, con María Rosa, nos empezamos a reír. Pero no a reír, a matarnos de risa. Una carcajada gigante, padre y señor nuestro, se apropió de nosotros. Nos reímos como desaforados, como deschavetados, como degenerados. Como dos seres que se reían por primera vez. Esta risa obviamente no quedó aislada, sino que trajo cola. De pronto la gente que estaba en la sala también comenzó a hacerlo. Calculo que, como era medio plomo la película, habrían pensado que se habían perdido un gag y, vieron como es la gente, no pueden quedar afuera. Entonces también se pusieron a carcajear. Eso nos volvió a contagiar y otra risa, fuerte, sonora y viva, retumbó en la sala. La platea también en esta oportunidad se sumó a nuestra felicidad espontánea.
Así nos quedamos durante el resto de película que faltaba. Cada dos, tres minutos, luego de contenernos la risa ahogada, ante el mínimo chiste estúpido, explotábamos.
Fue algo sensacional y único. Una brutal sacudida interna y el cuerpo estallándonos por la garganta. Fue casi casi un orgasmo. Nuestro primer orgasmo juntos. Nos resultaba verdaderamente increíble y sorprendente. Tal es así que, ni bien salimos del cine nos fuimos directo a la casa. Hablando los dos, narrándonos aquello fabuloso que nos había sucedido. Riéndonos de lo que nos habíamos reído y vuelto a reír. Llegamos al departamento y como dos adolescentes, seguimos comentando y riéndonos e instintivamente (algo que no sucedía nunca) nos metimos en el cuarto. Nos seguimos riendo uno del otro, de lo que le había sucedido al otro mientras uno se reía y viceversa. Y las risas crecían, aumentaban de tamaño con cada carcajada que se sumaba y cada vez era más fuerte. Las risotadas se apilaban, iban in crescendo, resonaban en las cuatro paredes de la habitación. Y entre tanta jarana, entre los ahogos que dos por tres nos hacían frenar para tomar aire y volver a reír, nos vimos. Por primera vez nos vimos a los ojos y nos descubrimos. Fue una sensación irresistible. Uno al otro nos encontramos en el reflejo feliz de la pupila enfrentada. Resultaba inverosímil pensar que esos que habitábamos en la mirada del otro, habíamos sido nosotros, el mismo matrimonio que durante tantos años había vivido como actuando que vivía. Entonces, emborrachados de risa, nos abrazamos con la fuerza que nunca habíamos tenido. Y el contacto del cuerpo despertó a toda la estructura interna. Todos los sentidos, todos los órganos, todos los poros se nos activaron a la vez.
Entonces voló la ropa y sin dejar de reírnos nos metimos uno en el cuerpo del otro. Un sacudón violento y luego otro y otro. Las risas solo se entrecortaban por los jadeos que amenazaban la llegada al punto cúlmine. Acabamos, propiamente dicho, en un batifondo. Al repiqueteo de nuestra cama contra la pared lindera, se le sumaban los gemidos, quejidos y el estertor final de nuestros cuerpos exhaustos coronados con un grito de triunfo. Un grito de gol. Fue cuestión de terminar con el asunto y volvernos a reír con todas nuestras fuerzas. Era absolutamente novedoso aquello que nos había sucedido sin querer y sin premeditar. Como un golpe de suerte inesperado. No dejábamos de reírnos y de hablarnos tratando de reconstruir con palabras el origen de semejante suceso, decíamos que fue uno u el otro quien rió primero, para darle al compañero la gloria de haber iniciado el dislate. Pero no. Nosotros sabíamos que empezó de a dos. Que el milagro fue justamente eso, un hecho en pareja.
Abrazados y cediéndonos el trono del inicio del regocijo estábamos, cuando sentimos que se abrió la puerta de la casa. Era Florencia, nuestra hija mayor que había venido con su novio a cenar como todos los domingos. Acto seguido se escuchó que se abrió la puerta de la habitación de Facundo y que salió a saludar a su hermana. Un desastre. Arrebatados por el torbellino de la pasión y la locura no nos dimos cuenta que el pibe estaba en la casa, estudiando, como siempre. Tratamos de contener la gracia que nos producía semejante situación insólita en nuestra familia.
Pero fue imposible. Una estruendosa carcajada nos sacudió en la cama. Alarmados por el extraño reír se apresuraron nuestros hijos en abrir la puerta, a ver si nos pasaba algo raro. Tal vez por eso, la cara de decepción de la mayor, al vernos desparramados en la cama.
—¡Qué les pasa! ¿Están locos? ¡Qué horror! —desencajada decía Florencia, mientras de atrás picaronamente se asomaba la cara de Facu y el otro que miraba con cara de poker.
Obvio que más risa nos dio el enredo. Y no, no estábamos chiflados, ni mucho menos. Empezábamos a vivir y no íbamos a recular ni un paso en nuestra felicidad recientemente conquistada.
Si bien, teníamos una corazonada de que aquello que había ocurrido no era algo casual y fortuito, sino que había llegado para instalarse en nuestras vidas, uno nunca sabe hasta que no prueba.
Por eso, esa misma semana buscamos repetir la situación, yendo nuevamente al Gaumont. El cine era la muletilla. La película de marras que elegimos era otra comedia insulsa. Real- mente nos descostillamos entre tanto supuesto gag y levantamos los ánimos de la sala, que ese miércoles solo había ido a ver la película porque salía más barato que los otros días. Al regresar a Villa Luro volvió a haber postre. Esta vez la que estaba en la habitación contigua y no salió sino hasta el día siguiente con evidente cara de “no aprobación” fue Florencia. Calculo que habrá sido un shock escuchar la sinfonía de nuestro querer a todo volumen.
Obnubilados con nuestro descubrimiento, decidimos también al día siguiente volver al cine. También el viernes, el sábado y el domingo. A nuestro menú de películas cómicas, para darle más sabor, le sumamos dramas, románticas, de terror, de acción, de karate. Todas nos venían bárbaro para matarnos de la risa y lo más divertido es que muchos se sumaban al desopilante convite. Así, para ponerle más pimienta aún, comenzamos a hacer juegos. A entrar separados y sentarnos uno en una punta y otro en otra, a ver quien comenzaba el jolgorio primero y como le respondía la gente. Los mejores cines para ello resultaron ser los que tienen dos bandejas. Ella se ponía adelante de la de abajo y yo atrás de todo de la de arriba, Y empezaba el efecto ping- pong. “Flashmob”, le dicen ahora.
Poco a poco, nos fuimos diversificando más. A los cines les sumamos teatros de revista, music hall, café-concerts, teatros independientes y pequeñas varietés. Si bien nosotros la pasábamos de maravillas y más de una vez alguno de los dos salió sin aires del lugar, no siempre el resto de los presentes miraban con buenos ojos nuestro reír desaforado. Tal es el hecho que de muchos espacios nos han echado con la promesa de no dejarnos entrar nunca más. El caso más relevante fue una vez que habíamos ido a un encuentro de “Teatro del Oprimido” y uno de los actores participantes planteó su caso de problemas con las adicciones con todo el dramón que eso implica. El tipo contó su peripecia hasta que dijo que se murió un amigo y entre todos armaron una escena de velatorio. Esa vez se nos complicó bastante. Nuestras risas terminaron desvirtuando el caso, y la mayoría de los participantes nos acusaron a nosotros de sus problemas. Se llegó a un punto que quien guiaba la obra no pudo hacer nada y los protagonistas, totalmente convencidos de que éramos más o menos el demonio, nos atacaron. Nunca me voy a olvidar como una vieja enardecida se le colgó de los cabellos a María Rosa, quien muerta de risa solo podía reírse más y más de la situación, mientras la otra loca le decía: “¡Devolveme a mi hijo, puta! ¡Devolveme a mi hijo!”. Yo veía esa escena a la par que cuatro tipos me sacaban a puntapiés del local. Fue una velada memorable. Y como todas las noches terminó en un desquite sexual a todo vapor.
Nunca me voy a poner de acuerdo si el sexo salvaje que nos propiciábamos era el punto final de un día divertido en pareja o más bien la risa era no solo, la antesala al sexo, sino una experiencia orgásmica en sí misma, y la cópula solo el desagote físico posterior. No sé. Pero resultaba una combinación explosiva, un descubrimiento asombroso. Aprendimos a vivir la vida de una manera descocada, desprejuiciada y feliz.
Pero no todos lo veían tan positivo como nosotros. Uno de los que peor tomaron nuestra nueva manera de encarar al mundo fue precisamente el dueño del departamento que alquilábamos, el cual, alertado por la vecina que tenía su habitación cercana a la nuestra y según ella “escuchaba todo, todo, todo”, decidió no renovarnos el contrato. De nada sirvió alegar los diez años que le habíamos pagado en tiempo y forma, ni que le dejábamos el lugar de punta en blanco. Nada. El tipo sostenía firmemente que no quería que su propiedad se convierta en un “fornicadero”. De más está decir que, en ese mismo preciso instante que el buen hombre dijo eso, nos descostillamos a dúo. Risas que se continuaron al entrar a la casa y empezar a embalar. De ahí en más empezaría nuestro eterno peregrinar por cuanta pensión y hotel familiar hay por Buenos Aires, de donde cada dos, tres o a lo sumo cuatro meses, nos vamos por los mismos motivos. Por suerte los pibes estaban grandes y cada uno tomó su propio rumbo. Facundo se fue con unos amigos a una casa de estudiantes de Psicología, por el barrio de Once, y Florencia, si bien nos tenía bastante encono, aprovechó para arrinconar al flojo del novio a que formalice y se la lleve a su departamento. Así que por ese lado, al menos cerró.
Otro que tampoco lo vio muy bien fue mi jefe. Quizás no resulte necesario aclarar que cuando uno pasa la línea de los cuarenta ya no tiene las mismas fuerzas, máxime si se las gasta en veladas de puro trasnoche y ejercicio sexual. Mi rendimiento en el banco, el cual nunca fue el mejor, bajó notoriamente.
Uno de esos días en que, además de no haber avanzado la pila de trabajo que tenía acumulado de meses, llegué dos horas tarde y con las ojeras hasta el piso, mi jefe, entre confianzudo y cruel, me dijo unas cuantas cosas de las que solo recuerdo esta frase:
—¿Cuándo te volviste tan pelotudo, Juan Carlos?
En ese momento solo lamenté que no estuviera María Rosa conmigo para despacharnos una risa antológica. Pero el tipo al verme hundido en mi silla con una semisonrisa en el rostro me dijo:
—Porque sos vos, nomás, te doy una semana para que te pongas al día y te endereces, sino te vas a la calle.
Y así fue. El lunes siguiente estaba sumando las cuatro porque- rías que tenía en el laburo a los tantos trastos que llevábamos y traíamos de lugar en lugar.
Sin embargo nada nos hacía aflojar en nuestra diversión. Estos motivos que, tan solo unos meses atrás, cuando vivíamos sumidos en el embole nos hubiesen terminado de llevar a la ruina, ahora solo nos fortalecían como matrimonio y como seres vivos.
En estos embates, quien descolló y dio señales de una inteligencia práctica superior a la media fue sin dudas, María Rosa.
A ella, si bien no la ultimaron como a mí, sí la cansaron, motivo por lo cual terminó renunciando para dedicarse de lleno a un nuevo emprendimiento. Comenzó a organizar las denominadas reuniones de “Tapper Sex”. Al principio aprovechó a hacerlo con las compañeras del trabajo, luego con las clientas mujeres más habituales de la cartera de seguros que ella tenía y poco a poco el círculo se abrió. Si bien en los comienzos estábamos bastantes justos y vivíamos de las primeras ventas que ella hacía, y algunos trabajos contables que rescaté por ahí, en la actualidad se puede decir que nos mantenemos exclusivamente de estas asombrosas reuniones en las que María Rosa, cual loba de las ventas, usa toda sus estrategias y artimañas para despachar desde geles y cremas para masajes eróticos, hasta trajes de “muca- mita hot”, látigos y consoladores de tamaños gigantes. Es verdaderamente sorprendente. Verla es un espectáculo en sí mismo. Como lleva mucha mercadería, y no puede sola, la mayoría de las veces la acompaño y me quedo en un costado observándola. Es increíble que esta mujer haya sido la pareja con la que viví tantos años sumidos en el más absoluto embole.
Luego de las ventas nos vamos comentando los artículos vendidos. La última vez remató un vibrador de tres puntas. De solo imaginar donde entraría la tercera cabeza o qué función tendría nos descostillamos todo el camino en bondi. De más está decir que a eso le siguió un intenso repiquetear de camas y paredes.
Motivo por el cual, hoy por enésima vez, estamos nuevamente en la calle, buscando otra pensión que contenga, aunque sea pasajeramente, nuestra felicidad.