Luis Antonio Chávez
Escritor y periodista
El cielo dibujaba una franja gris y luminosa, cialis en la lejanía se observaban diseminadas una qué otra estrella con rasgos de un fulgor nocturno; en la colina aún se observaba ciertos destellos anaranjados.
Una tenue brisa se encabritaba en el ambiente. El tedio había invadido a El Carmen, look cuyos habitantes, sólo cuando los mosquitos y zancudos fastidiaban demasiado, los espantaban con sombreros de palma, sahumerios de zacate seco, caca de vaca u hojas de güiscoyol.
Al desaparecer la última orlada de humo, volvían los insectos a picar con más saña, de tal forma que cuando la luna se perdía y el alba inauguraba con sus colores púrpuras o violáceos el horizonte, se veían rostros con de partes rojizas cual si les hubiese dado sarampión o varicela.
La luna tomó dominio del lugar e intentó iluminar la penumbra formada por frondosos árboles que yacían al pie del camposanto; soledad absorbente que dejaba sentir un dejo de tristeza pegada a las paredes de las casas de adobe.
En la lejanía, el silencio se desplazaba hasta envolverse en una atmósfera ciega. La oscurana invadía al poblado y se abandonaba hasta tomar –con permiso o sin él- cualquier sitio, mientras las hojas de los árboles, agobiadas de cansancio por lo fuerte del viento emitían un quejido que se diseminaba hasta por los techos de las casas.
El camino polvoriento hallaba espacio. Añejos arbustos de cafetos meditabundos cargaban sobre sus hombros los gajos purpúreos a la espera de los cortadores.
La tristeza también exigía su cuota en la soledad, cabalgaba –cual soldado raso- extrañando en su cimiente la algarabía, aunque ésta agujereara sus linderos… Y es que la soledad era como el zigzagueo de una hoja mecida por el viento.
Una vieja campana acompañaba a la iglesia vestida eternamente de blanco. Ahí acudía la servidumbre, la prole, lo mismo que las élites.
El padre Ajuria, sacerdote español, de mirada profunda, alto como árbol de coco, vestido eternamente del color de una noche sin luna, tenía un andar cansino, se encargaba de ofrecer salvar las almas en los oficios religiosos, siempre y cuando la feligresía dejara su cuota semanal.
Ajuria se había ganado la simpatía de los feligreses por sus certeros sermones, desde el púlpito concientizaba a las personas de su proceder, aconsejándoles para que no se dejaran engatusar por los mal llamados líderes de una incipiente democracia oliente a carroña.
Era viernes. Las calles de El Carmen fueron quedando desiertas. Sólo el crujir de las latas maltrechas y enmohecidas de la camioneta La favorita, propiedad de Alan Stenio, se oía cuesta abajo cargada de granos básicos. La tarde pardeaba.
Alan también era dueño de la pulpería Aquí me quedo, otrora propiedad de Alfonso Quijano, tras quebrar con el negocio por dedicarse a los juegos de azar.
El pueblo pasaba por una bonanza económica extraordinaria, pero, como buen estadista, al ver que el negocio no llevaba buenos vientos, Alan Stenio optó por deshacerse de él, arrendando el lugar, obteniendo jugosa ganancia, quedándose sólo con el negocio del bus.
La parsimonia, sumado a la soledad era tal, que hasta el vaivén de las hojas bailoteaba cual película a lo Agatha Christy, o los delirios de Edgar Allam Poe, alojándose como Juan por su casa, sin permiso alguno, la paranoia.
El Carmen había sido -años atrás- un pueblo alegre, entusiasta… y cada habitante vivía en armonía con la naturaleza y consigo mismo, sus residentes se dedicaban –en su totalidad- al comercio, cuya fuente de riqueza se enfocaba en la explotación de la agricultura y el comercio minero.
También tenían como fuente de ingreso la elaboración de artesanías de barro, elaboradas por manos hacendosas y creativas, cuya demanda sobrepasaba las fronteras.
No obstante, una ola de desastres había llegado al lugar: el pillaje, los secuestros de prominentes hombres de negocios mantenían en zozobra a los habitantes, los cuales eran cometidos por bandas bien organizadas que exigían grandes sumas de dinero so pena que de no hacerlo serían asesinados.
Los enfrentamientos librados entre la guerrilla y miembros del ejército que se enfrascaban en cruentas batallas dejando mortandad en las calles principales o de acceso a los caseríos y cantones, eran cuenta del pasado, pues terminado el conflicto, las batallas de soldados y la policía era contra las temibles pandillas juveniles, las denominadas “maras” formadas con ideas foráneas disputándose un territorio dentro del mismo país diminuto.
Grupúsculos que atemorizaban a los lugareños exigiéndoles dinero so pretexto que de no hacerlo los asesinarían o aparecerían mutilados en alguna “cloaca” o riachuelo nauseabundo… situación que provocó el éxodo de los hijos más valiosos de El Carmen.
Otra de las causas que llevaron a considerar a El Carmen como pueblo “fantasma” fue la mal llamada “modernidad”, pues con el incremento del comercio las nuevas generaciones se llenaron de “ego” tras recibir remesas de algunos familiares que salieron huyendo de la guerra para irse a refugiar a un país extraño.
Aquel “encierro” de los familiares permitía mandar dinero a sus seres queridos quienes comenzaron a botar árboles milenarios, y en vez de usar la madera la dejaban podrir.
En poco tiempo el pueblo se modernizó, se construían edificios o casas al estilo norteamericano que después nadie usaba… destrozo silenciado por los abuelos quienes pronosticaban que cuando los hijos de sus hijos cambiaran su idiosincrasia por costumbres foráneas, vendrían calamidades, lo cual no fue apoyado por aquellos, lejos de eso hubo injurias o burlas a granel contra los abuelos.
Justo en las últimas casas de adobe y bahareque se levantaba una cortina de humo que se confundía con el aroma de un pan recién horneado que brotaba de los techos.
La panadería “Hércules”, de Sebastián Quinteros, aprovechaba la fama cundida en la región por ese toque especial en su producto, que noche a noche horneaba quintal tras quintal de harina especial… y aún sábados y domingos, porque “todos los días hay que comer”, decía, pagando muy bien el jornal.
La punta de los cerros intentaban lamer todo aquel aroma, pero el viento les hacía una mala jugada y lo repartía entre todos equitativamente, por lo que tenían que conformarse con la ración que les llegaba desconsoladamente. El río, donde llegaba Raquel a bañarse sólo en blúmer, lengüeteaba las orillas de El Carmen.
A medida avanzaban las horas, las esquinas donde se reunían los vecinos a hablar de sus hazañas o de los últimos acontecimientos, iban quedando vacías. La calle al cementerio, justo en la esquina de la farmacia Los Milagros, de Agustín Cisneros, donde vendía atole “shuco” la Teofila Renderos, hermana del “tuerto”, Julio, lucía desolada.
La zona de la alcaldía, donde Heriberto vendía dulces, y Benjamín, hermano de “El Chuspa”, lustraba zapatos o vociferaba el periódico… todo, absolutamente todo, se quedaba vacío, sólo pululaban en el ambiente los ecos de la algarabía cotidiana negándose a desaparecer.
De vez en cuando se oía el paso apresurado de alguna vendedora del mercado intentando huir de la zona para llegar lo más pronto posible a su casa, pues a lo mejor se había quedado tarde para ver si vendía un poco más o chismorrear con sus vecinas.
Poco a poco la noche iba estirando su crespón de luto sobre aquel poblado caído en desgracia, mientras el viento, a regañadientes, mecía la copa de los árboles que, entristecidos, hacían crujir sus ramas enarbolando un ruido infernal confundido con el patacán, patacán, patacán, patacán de las bestias atrás del campanario, cercano al camposanto hasta llegar a su destino: El Carmen.
A Elisa, dedicada a lavar y planchar ropa ajena se le erizó la piel y rápido pidió al Choco Remigio que apagara la luz del candil:
-Oi, Remigió, apagá la luz del candil, pues presiento que algo “feyo vapasar”.
–A vos, sólo sos babosadas, creyendo en espantos en pleno siglo XX, vos “yastas” como los políticos, inventando costinas de humo para desviar nuestra atención en cosas que les afectan en plena campaña proselitista, acostate y estate sosiega –le respondió Remigio, quien intentaba darle filo a un viejo corvo que le servía para cortar la grama o para llevar leña a la casa.
La quietud del ambiente provocó que Sultán, el perro aguacatero y guardián de la casa, el cual había llegado una tarde de invierno a la tienda “Sagrado Corazón” en busca de amo, se inquietara y emitiera fuertes ladridos que se filtraron por los cuatro puntos cardinales.
Aquellos ladridos también llamaron la atención de la dueña del chucho quien pese a ser pasada la media noche no lograba conciliar el sueño por la artritis.
–Cande –dijo Zoila –habrás oido a ese chucho que no se calla. Mirá si te levantás y le das unos “riatazos” a ese “hijuepuerca”.
–Dejalo vos –dijo Candelario, marido de la Zoila, a quien la susodicha había pepenado en las cortas de café allá por los cafetales de Santa Elena, Usulután, llevando largos años de estar juntos.
–Ya se le va a pasar, ya se le va a pasar, eso decís vos, que no has oido que últimamente hablan en el pueblo que se están viendo cosas raras, como de “chifletas” o “burlas”, mejor ponete a rezar el rosario. Padre Nuestro que estás en los cielos… La respuesta llegó acompañada de una exclamación de dolor producto a la enfermedad.
El tiempo no existía –literalmente hablando-, por cuanto los lugareños “mataban” las horas jugando a las barajas en cualquier acera, en el parque o en los portales, leyendo viejos periódicos comprados por libra en la tienda “Trinidad”, asistiendo al bar “Aquí termina el mundo”, de Fermín Pocasangre, o en el billar “Las tres bolas”, del “Tuerto” Julio.
Fue en el bar “Aquí termina el mundo” donde sucedió la desgracia. Era viernes y día de pago, para más señas.
Durante las primeras horas de tarde, la gente se había reunido para celebrar lo fructífero de sus negocios y las ganancias obtenidas. También para celebrar el triunfo del “Partido” que durante la campaña que duró casi un año, les había ofrecido el cielo y la tierra.
Entre los visitantes al bar donde rodaba el licor barato, el humo a cigarros o puros que oscurecían el lugar, estaban Cruz Laínez. Laínez era delgado y alto, con una característica especial: tenía la nariz roja. Se unía al jolgorio el “Chele” Antonio; la “Comandante” Marta; la “Gorda” Lupe; Ovidio, el “Sorbetero”; Hermenegildo, hijo del alcalde Cipriano Cañénguez.
Adán, el “valijero”; el “hojalatero” Jaime; Casimiro Buenavista, Dolores “La Trailera”; Andalecio Díaz; el vigilante Custodio Quijada; Atanasio Meléndez y las gemelas Cleotilde y Jesús Pérez… permanecían eran parte del “vulgo” y bailaban al son de las tonadas desprendiéndose de la cinquera.
No podían faltar los representantes de las familias de abolengo. Éstos estaban en un lugar apartado, alejados de los demás, sentados alrededor de una mesa de laurel, barnizada de café.
Custodio García, de mirar profundo, nariz aguileña y cabello cortado al rapé; Demetrio Rodríguez, moreno como la noche, pelo rebelde, chiquito y bonachón; Justiniano Laínez, hermano de Cruz Laínez, con voz tosigosa y bigote recortado; José Cándido Pineda, artista plástico, quien usaba botas vaqueras, pelo liso, camino en medio, de lentes gruesos y piel morena… dilapidaba su dinero en las barajas o a los dados, tomaban vino del caro o chaparro.
Como espectadores estaba Faustino y Clemente, hermanos de Custodio; la “Seca” Julia; la “Chele” Toña, hermana de Sebastián Quinteros y mujer del “Tuerto” Julio, administrador del negocio.
El bar “Aquí se acaba el mundo” lucía abarrotado, los ciudadanos tiraban la casa por la ventana…
Mientras se escuchaba en la lejanía “Te vas ángel mío, ya vas a partir”, se escuchó que el negro “Mario” emitiera un grito lastimero, quebrando la botella de licor “Trueno” que tenía entre sus manos, lo cual llamó la atención de los presentes.
Tras el hecho, la “Chele” Toña lo reprendió, manifestándole que se estuviera sosiego sino quería que lo sacaran de ahí. -Mirá Negro Mario, te estás quieto o mando a sacar a patadas de aquí. Bien ves que con tus gritos ahuyentas a la clientela. Quien te manda que te enamores de la “Choca” Tancho que ni caso “tiase”, porque ya te habrás noticiado que se va a casar con Joaquín el zapatero.
El llamado de atención de la “Chele a Mario fue acompañada de la rechifla de los presentes, ante lo cual al Negro no le quedó otra que irse del bar con la cola entre las patas.
Luego del incidente, se escuchó la canción La Delgadina, por lo que algunos de los presentes se animaron a bailar; La Chele Lupe comenzó a hacerle ojitos a Juan Carlos, el carnicero; Marlon Ochoa y Esteban Madrid también se dedicaron a bailar: mientras que Custodio, Demetrio, Justiniano y Cándido, apostaban grandes sumas de dinero.
Al que le había ido bien era a Cándido, quien prácticamente había dejado en la bancarrota a los demás, pues conocía bien el “oficio” de las barajas.
Por haber bebido más de la cuenta, en una de tantas que le tocaba repartir las barajas a Cándido se le salió una carta por debajo de la manga de la camisa, lo cual enojó a Demetrio, quien había perdido toda su fortuna.
–Cándido –le dijo Demetrio- has hecho trampas y exijo que me devuelvas mi dinero.
No había terminado la frase cuando ya había recibido un certero disparo en el corazón y otro en la frente; lo cual ahuyentó a los presente; no obstante, Demetrio sólo exclamó:
-¡Me mataste, hijueputa!
Cuando oyeron los disparos y vieron que Demetrio caía de bruces sobre el piso de cemento, llevándose de encuentro la botella de licor a medio llenar sobre la mesa, los hermanos intentaron intervenir, pero también fueron cruzados con un tiro en la frente por la Colt 45 disparado por Cándido, quien no estaba dispuesto a devolver el dinero ganado.
El proyectil disparado del arma –de la cual aún salía humo- hizo que la masa encefálica se expandiera por toda la sala, haciendo que los cuerpos se desplomaran llevándose una que otra silla de encuentro.
La sangre fría con que fueron asesinados los hermanos Rodríguez hizo que los presentes salieran en desbandada antes de que llegar la policía y comenzaran a interrogarles sobre el hecho.
Cándido, todavía se tomó el tiempo suficiente para terminar de la vaciar la botella “Tres puentes” que le habían servido, limpió el arma con un pañuelo, registró los bolsillos de los difuntos, les sacó el poco dinero que aún mantenían en sus bolsillos, montó a caballo a cada uno de ellos para que los llevaran a sus casas, disparó en el aire para que los equinos se fueran a todo galope, mientras él se perdía camino al cementerio aprovechando la oscuridad de la noche.
Los equinos desaparecieron como habían llegado junto a sus amos. Una densa polvareda y aquel patacán, patacán, patacán de las bestias se alejó del pueblo, réplica de una de las novelas de Rulfo.
Horas después llegó la policía, acordonó la zona e intentó interrogar a los presentes, quienes dijeron no haber visto ni oído nada de lo sucedido.
A partir de ese día, El Carmen pasó a ser noticia, ya que según decían, los muertos tenían un no se qué que les hacía ver como seres de ultratumba, ya que tenían la piel pálida, sin vida…
Sin embargo, cuando las agujas del reloj están a punto de unirse y dejar constancia que pronto llegará un nuevo día, justo cada año, el patacán, patacán, patacán de las bestias vuelve con más fuerza como buscando a sus amos o al asesino de éstos.
El ruido infernal se oye con más fuerza camino al cementerio de donde se oyen ruidos extraños como de alma en pena… galopar que es más perceptible cerca del camposanto sin que se puedan ver las siluetas, salvo un olor a cacho quemado como símbolo de que algo maléfico merodea la zona.
Las bestias recorren veredas, ríos, el tiangue, la comisaría… el ruido ingresa pasa de largo, pero penetra por puertas, arbustos, ventanas, hornos… lo acompaña el aullar de los perros, es tan fuerte el ruido que a muchos les pone la piel de gallina y se arrodillaron ante la imagen del “santo” de su devoción para pedir por el eterno descanso de las almas en pena.
Sultán reculó, enrolló su cola sobre sus patas, aulló, sus ojos se pusieron rojos como brasas al grado que dejaron ver en la penumbra. Nadie supo nada de lo que realmente pasó. Lo cierto es que aquel ruido infernal se refugió en el cementerio para volver a salir el próximo día de finados, mientras que el perro “aguacatero” de doña Zoila ladró y ladró con un gemir lastimero y hasta rasgaba la puerta de madera con el fin de que se apiadaran de él y se la abrieran.
Cuando amaneció, un cielo azul y despejado saludó a los lugareños. Cerca de la casa de la niña Zoila, a un ladito de donde dormía el tunco, dos campesinos, cuma en mano, observaban al chucho aguacatero que, lo encontró el sol con los dientes blanquísimos como marfil, bien apretados, como ánima en pena.