Gilmar Muñoz,
Escritor
A Filosofito
Sé que no hay otra forma de padecer las angustias sin recurrir a la soledad. Pues sin querer uno, en sus recintos ignominiosos, sus cuentas de incertidumbres penosas, anda.
A pesar que la desdicha me acompaña ahora, trataré de parecer lo menos trágico y pretender que se deba, sin socorro, a cosas olvidadas. A decisiones por las que cualquiera podría ser acusado demás. Mas no importa, pues ya nada me ata a callarlo. Nada me ata a conservar secretos, cuando hubo menos que revelar infelicidades perennes para seguir viviendo. (Muriendo sería lo más sano de decir, pero para facilitar las curiosidades de los inconformes – que nada tienen de salubre – desapareciendo.)
Me he preguntado muchas veces por la extraña y seductora sensación que los espejos, cínicamente, nos devuelven en una expresión apenas propia. El frío perfil establecido, por curiosidad de parecernos a nuestras ilusiones, es sometido con sutileza a nuestras apariencias. La inflexión de una mirada terca aduciendo importancia, juventud o vejez. La perversa risa. El ligero llanto. El dizque odio. La torpe alegría.
¿Qué conveniente sería, si pudiéramos reflejar también un pasado de detalles? ¿Un reflejo de las pasiones que, en el fondo de la memoria, fuera todavía nuestra ansiada esperanza? ¿Habrá cuentas contenidas en esto? A lo mejor son los desconocimientos de ella misma la que nos atan. Porque hasta donde haya memoria, obviar la presencia de lo que uno imagina, sería por costumbre palabra abierta.
Muy tarde ahora para alertar certidumbres mañosas y conciliar con posibles rendimientos de las dudas. Aunque de otra manera al añadir pormenores se podría percibir, con seguridad, situaciones maniáticas que cualquiera inventara por ahí. Esto no sin antes agradecer o contar con la ayuda de los que procuran mi buena fe o de los que se enferman de ella – ninguno de los dos conforma un alejamiento.
Esta tarde algo reveló por sí mismo un denotar de encuentros. Un resistir de temperaturas simples, cotidianas, por así nombrar las eventualidades referidas. El ejemplo al que siempre acudo en desmedida conformidad, por contraste o frialdad, figuró de mi mano desecha al quebranto. Saltó de su sitio encasillado. Cayó desconfiado, torpe y, como figuración de las vanidades, viró al vacío más pálido que hubiera. La visión fue dimensional. Doble la rotura, triple la contradicción. Cuádruplo yo. Óctuplo el cuarto. Múltiple todo. Todo se reproducía en forma numérica y maniática. De los añicos a los escombros.
Al primer momento eso importó nada, es más, la idea fue soberbia y curiosa. Pero desde ese incesante momento, el misterio no fue solo el cuarto tantas veces repetido u observado, más lo fueron otras distancias reciprocas. Otras las que sugirieron el final en similares proporciones. No en el sentido de las cosas, sino de los acontecimientos. Eran tiempos dentro del mismo espacio, o al revés. Había sucedido – según yo, entonces – lo que valiera referir por guaridas múltiples: maniobra de cosas apercibidas, y solo cuando uno al verse en impulsos del quebranto, contrae ebrio de incertidumbre por todos lados.
Nací con una deformidad, a mi temor, incurable. Quiero decir que gradualmente empeoraba y en desmedida. Comparé mi fealdad con la gracia de mis progenitores. Evidentemente no pude admitir que, de cierto modo, fuera culpa de alguno de los dos ¿O sí? ¿Algún tercero? Desconozco que pasó. Nadie de la familia quiso hablar nunca del asunto, excepto para congraciar falsamente algunas caricias a mis deslucidos ángulos, ajadas comisuras, desproporcionado frontón. Hablar de mis abultados labios, que por algunas pulgadas más le apostaba a las porcunas, o a las del tacuazín peludo e hirsuto.
Tacuazín, asqueaban a la vez que mis ojos buscaban imagen completa del asunto. Gracias a las gruesas antiparras que me ayudaban a elucidar un poco y recobrar actitud de ofendido, les agradecía su hipocresía, adivinando quienes eran, de que trataban sus afectos, o que había de tacuazín en ellos también.
Sin avanzar más en las desproporciones de mis extremidades y cuerpo entero, que ya para mí desgracia era suficiente ladear, pues de alguna otra forma hubieran preferido que me arrastrara o vegetara y no ser visto nunca por allí. Sólo para completar mi descripción – y la oportunidad esta vez – cada día aparecía algo más en mí, que constataba mi resignación de adefesio o mi consagración a monstruo.
No pudo ser peor, me convertí en la vergüenza de la casa. Al punto de ser condenado a la habitación del fondo y convenir que se trataba de mi vocación a los estudios. Si, no puedo negar que proveyeron de todo lo necesario para mi formación académica (de algún modo) menos salir del cuarto cuando hubiera visitas. Igual, me las ingenié para saber quienes llegaban.
Esa vez (en la fiesta de algunos de ellos: nunca supe la razón de sus alegrías, simplemente la música me despertaba) el jolgorio, el griterío de sus placeres alcohólicos, la perversidad de sus orgías como parte de sus extravagancias nocturnas, fue que supe de ella. Sus vidas me interesaron poco o nada, así como ellos ignoraron la mía, salvo para fortalecerla de algunos libros y comidas. Tampoco les interesaron mis años, pues nunca llegaron a celebrarlos. Es más, creyendo que mi silencio era también otra enfermedad relativa, optaron por olvidar mi fecha de nacimiento. Sólo sabían que crecía como un animal solitario y salvaje en mi propio hábitat. Desde entonces me refiero a ellos por “ellos”. Fue así que la llegada de Imagen, la más bonita criatura que hayan contemplado mis ojos a escondidas, que me hiciera codiciar ilusiones, apareció en mi vida. (Como las ratas que todo mundo teme y odia, era yo, en mi delirio de acercarme más y más a ella, una enfermedad solitaria; extrañándola en su ausencia y deseándola a su llegada cada vez más.)
Por mera curiosidad de las circunstancias, al acercarme al cuarto de los placeres, una de esas tardes en que la rutina de los goces era ya cosa morbosa. Cuando ellos y los demás de manera jubilosa asediaban la tranquilidad con repetidos juegos de mascaras, estupefacientes e intercambios sexuales. Tras la ventana, inadvertido por la bulla, esperando que las regularidades con que llegaban a examinarse y ser sus semejantes, consintieran mi curiosidad otra vez. Ella, Imagen, apareció de entre las sombras del cuarto, acentuando el balance propio de quien evoca diversiones insulanas al andar. Deducciones de claroscuros, admitiría, promovido por alguna nostalgia ribereña al ver su airosa figura cruzando la sala. Con naturalidad influyendo las dentaduras que se mordían de impaciencia ante los variados apetitos sexuales que ofrecían sus anfitriones.
Sin inhibiciones e incitada, disponía ella de total autoridad sobre las desafiantes vergas, sobre las vulvas impetuosas exhibidas como frutas. Se entregaba, de esa forma, a todas las posturas y descripciones sustanciales del acto – no en vano las salivas acumuladas sucumbían en un charco rústico y por placer establecido. Así mismo, por entre el escote del faldón más allá de sus piernas, el azul del vientre jubiloso se ensanchaba. Su pose de desinteresado altar, que por curiosidad o simple coquetería plasmaba en el espejo, ofreciendo lo mejor de su sensualidad, de su instada concupiscencia en variados deleites a aquellos que la pedían y clamaban. Sus pechos, parecían descolgarse adrede desde lo alto de aquella montaña inalcanzable – para mí.
Que sus labios murmuraran en los oídos de quienes fueran, de quienes esperaban que les desabrochara el pantalón y les acariciara el miembro en un acto de penitencia oral. Que se desnudara completamente y fijara en el espejo los círculos del vicio sin ninguna continencia, apasionadamente disfrutando de aquellas vejaciones que enriquecían su tímido desdén. Torpes consagraciones de las pasiones que no hacían más que alejarme de ella sin voluntad, pues obedecían también a la única razón de mi fatalidad.
¿El espejo? Si, el espejo. Todos comulgando ante el espejo sus perversas vanidades. Tanto ellos y los demás, como ella. Yo aturrado afuera, como un primitivo fresco e indeterminado: colgado de la ventana a mis anchas. También sacudiéndome la verga, enviciado de placer, persistiendo lo insoportable que es no merecer otro carácter que el de mis penas humilladas al ver que se desnudaba, que se entregaba entera y sin lloros. Yo, sin poder ni querer impedir nada. Yo, que casi detrás de su redondo culo, de su cabello que a esas alturas podía olerlo, tocarlo, metérmelo en la nariz de tacuazín peludo y tieso, y aspirar por entre sus piernas toda la felicidad que me tocara.
Imagen – graciosa figura que haya olido mi nariz en los ratos aspirados – quiso voltear y darse cuenta de quien la espiaba afuera. ¿Que lograría saber si me viera prendido de la ventana con los pantalones abajo? Por si acaso, me los puse de nuevo. Sin ninguna otra intención que, de escabullirme y regresar a mi cuarto, cuando ella gritó despavorida al momento de mi retirada. De repente aparecieron los golpes. Eran los demás arremetiendo hasta dejarme más feo y desmayar. No supe cuántos fueron los atacantes. ¿Cómo defenderme? Ellos no acudieron a mi protección, es más, me encerraron de castigo, prohibieron mis libros y racionaron la comida. Decidí escapar entonces.
A pesar de los dolores y calambres, mi primer intento fue un fracaso. Pusieron pasador y candado al otro lado de la puerta. Sólo quedaba la ventana, la pequeña ventana en lo alto, que sin poder alcanzarla me dañaba aun más.
Pensé en Imagen. No la culpo – tampoco al espejo – simplemente no hacemos pareja. No la volví a ver, aunque hubiera querido. Me fui desfigurando de tristeza entonces. Después del escarmiento anterior comprendí que tenía que escapar a toda costa. A la vez y sin querer supe que había sufrido una transformación derivada, una sutil metamorfosis que me alejaba del esclavo capricho de permanecer desavenido. Era lo mejor que podía pasar. Era como una especie de cocón en su crisálida mejor – por así decir. Sabía además que esa era mi única oportunidad. Hinchar de alas y volar hacia la pequeña ventana, la única ranura que me liberara.
Si, mis piernas dejaron de temblar. Mis sueños comenzaron a volar. Imagen soñó con ratas toda su vida. Se equivocó conmigo. Aunque la verdad quise morir después de esa noche de golpes.
Ahora vuelo y duermo en los árboles patas arriba. Soy, como quien dice, el único tacuazín que aprendió a volar.