Desde hace más de dos décadas, nurse nuestro país enfrenta graves problemas de violencia y criminalidad de muchas formas y categorías. Desde la delincuencia común, pharm pasando por el fenómeno de las maras o pandillas, for sale las bandas criminales, el crimen organizado y la delincuencia de cuello blanco. Muchos han sido los esfuerzos, algunos más serios y responsables que otros, por enfrentar la criminalidad que afecta a la población salvadoreña, con mayores o menores resultados. Como sea, en la sociedad salvadoreña existe la opinión generalizada de que la delincuencia es uno de los principales problemas que enfrenta nuestro país y que los gobernantes actuales y potenciales deben enfrentar con la mayor responsabilidad y efectividad posible.
Pero ese consenso social o conciencia generalizada sobre la existencia de un grave problema de delincuencia que afecta a nuestro país, por lo general se limita a la criminalidad generada por las maras o pandillas, algunas bandas organizadas, la delincuencia común y algunas estructuras aisladas del crimen organizado, brillando por su ausencia los delitos de corrupción pública o privada, conocida como delincuencia de cuello blanco, que según estudios criminológicos y sociológicos, es una forma de criminalidad que causa pérdidas multimillonarias en los fondos públicos, perjudicando los escasos recursos que los estados tienen para ejecutar políticas públicas esenciales para el desarrollo social como son la educación, la alimentación, la salud, el acceso al agua potable, la vivienda, la cultura, la justicia, la seguridad y otras áreas del gobierno diseñadas para garantizar el ejercicio de los derechos fundamentales de la población.
Esa ausencia de la corrupción en el imaginario social de la delincuencia, se debe, en buena medida, a la fuerte influencia ideológica que ejercen los grandes medios de comunicación y los factores de poder generadores de noticias y de opinión, la mayoría de los cuales forman parte de los grupos hegemónicos de poder que tienden a ocultar esas formas de criminalidad, en el mejor de los casos por ser menos atractivas o llamativas que los crímenes sangrientos o violentos, pero también dicha ocultación puede estar motivada por una suerte de solidaridad o identidad social, habida cuenta que los propietarios de algunos poderosos medios de comunicación, pertenecen a la misma esfera social, económica, política o ideológica de la que forman parte los perpetradores de los delitos de corrupción, y en consecuencia, comparten intereses políticos comunes.
Es por esa razón que algunos individuos o sectores del poder político, económico, social, ideológico y especialmente mediático, aplican un doble estándar en cuanto a la persecución de la delincuencia, puesto que cuando se trata de delincuentes comunes, integrantes de bandas delincuenciales, maras o pandillas, no dudan en exigir la mayor represión y punición posible, para lo cual incluso proponen “hacer lo que se tenga que hacer” para eliminarlos, incluyendo la supresión o reducción de las garantías constitucionales del debido proceso, con el supuesto propósito de volver más efectivo el sistema penal. Pero, cuando se trata de probables actos de corrupción pública y privada, propios de la delincuencia de cuello blanco, en lugar de proponer o exigir la misma severidad y efectividad, hacen todo los posible para que no funcione ese sistema penal, a través de diversas posturas, desde las más discretas o sutiles como es la de restar importancia a tales formas delictivas, dejarlas fuera de la agenda noticiosa o dedicarles mínimos espacios, hasta las formas más beligerantes en las que en lugar de exigir que se aplique el sistema legal, salen a descalificar o desmentir a las personas, funcionarios o instituciones que se atreven a denunciar o revelar esos actos; e incluso, se convierten en “defensores gratuitos” y animosos de las personas señaladas de perpetrar esos posibles ilícitos.
Ese comportamiento dual, rayano en la hipocresía, se ha visto en el tratamiento que dichos sectores, especialmente los políticos, ideológicos y mediáticos, han dado y siguen dando a algunos de los casos más importantes y representativos que han salido a la luz pública aproximadamente en el transcurso del último año, como son los casos CEL/ENEL, en el que, por un lado, los grandes medios de comunicación se han encargado de dar una cobertura tibia o decididamente a favor de los presuntos responsables de haber fraguado una privatización encubierta de uno de los recursos naturales más valiosos que le quedaban al pueblo salvadoreño, como es la energía geotérmica. Y, por otra parte, ya hemos visto cómo la Fiscalía General de la República y el Juzgado de Paz competente trataron con mucha delicadeza a los sujetos señalados como posibles responsables de esos actos amañados que le costarán miles de millones de dólares al pueblo salvadoreño, a tal punto que todos están tranquilos en sus casas, en sus negocios, con la única medida de presentarse a firmar una vez al mes a dicho juzgado, mientras que si un individuo común y corriente se hurta o roba un celular con valor de unos $ 30.00 dólares, automáticamente le decretan detención provisional por varios meses, y lo mandan a guardar prisión con todas los sufrimientos que provoca el encierro carcelario.
Otro caso que causó todo un revuelo, es el hallazgo de 138 expedientes de la Corte de Cuentas de la República, por diversas casusas, maliciosamente engavetados durante años, que en suma causaron un perjuicio a las finanzas públicas por 22 millones de dólares en los años de 1999 a 2003 en instituciones como el ISSS y el Ministerio de Obras Públicas. A partir de este caso, los referidos sectores o individuos del poder político, económico, social, ideológico y mediático, comenzaron a fraguar la versión de que tales revelaciones o denuncias obedecen a la coyuntura electoral y que son una muestra de persecución política emprendida por el gobierno actual. Postura en la que han incurrido incluso algunos renombrados juristas y otros intelectuales o profesionales de mucha trayectoria, de quienes, hasta cierto punto, sorprende que hablen también de ese concepto de persecución política, cuando por su propia experiencia y conocimiento, saben perfectamente que la persecución política de la que se hizo gala en este país, antes y durante el conflicto armado, no consistía en intentar procesar judicialmente a las personas perseguidas: sencillamente eran encerradas en cárceles clandestinas, desaparecidas, torturadas, violadas, e incluso asesinadas sumariamente. Que más desearíamos quiénes nos oponemos a esos crímenes de lesa humanidad, que la persecución política perpetrada en El Salvador hubiera consistido en procesar legalmente a las miles de personas que sufrieron aquellas crueldades perpetradas o permitidas por gobernantes, autoridades y agentes estatales, en épocas en las que, quienes hoy hablan de persecución política, guardaron un silencio cómplice o permisivo.
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