José de Echave
Tomado de Agenda Latinoamericana
Los extractivismos no solo están enraizados en los territorios, también en la historia de los países y en la evolución de las luchas sociales. En el caso del Perú, un capítulo especial vinculado a la presencia del extractivismo minero han sido los conflictos de resistencia que son de larga data.
Sin embargo, desde que en el año 2004 la Defensoría del Pueblo comenzó a elaborar sus reportes sobre conflictos sociales, fue quedando establecido que la conflictividad social en el Perú había abierto un nuevo capítulo: los denominados conflictos socio ambientales o ecoterritoriales, comenzaron a ocupar un rol estelar y, dentro de ellos, los casos vinculados a la minería pasaron a representar el mayor porcentaje.
La minería tuvo una nueva etapa de expansión territorial desde la década del 90 del siglo pasado. Diversos ecosistemas comenzaron a estar presionados: páramos y sistemas de lagunas alto andinas, cabeceras de cuencas, la Amazonía, glaciares, entre otros. El dato más saltante fue la evolución de las concesiones mineras, que pasaron de aproximadamente 2 millones 250 mil hectáreas a inicios de la década del 90, a 15 millones 600 mil hectáreas a finales de la misma década y casi 27 millones en los años del súper ciclo de precios de las materias primas (2003-2012).
La evolución de la conflictividad social y sus actores
Poner la noción del territorio como uno de los ejes centrales del análisis, permite entender cómo se han venido configurando los diferentes procesos sociales y cómo las poblaciones afectadas han enfrentado la expansión extractivista. Lo cierto es que no hay minería sin el control de grandes extensiones de tierras y tampoco sin el control del agua y otros bienes naturales que, antes de que llegase esta actividad, eran manejados por las poblaciones locales.
La defensa de los territorios frente al crecimiento acelerado y caótico de la minería, ha sido y sigue siendo un componente central que caracteriza el modelo extractivista en el Perú. Además, los conflictos también colocaron en primer plano a una variedad de actores sociales que resistían: comunidades campesinas, pueblos indígenas, frentes de defensas, asociaciones de productores, movimientos ambientalistas, rondas campesinas, son algunos de los actores que fueron cobrando protagonismo en las luchas de resistencia.
La intensidad de los conflictos vinculados al extractivismo no sólo se mide por el número de estallidos sociales, sino también por el número de personas fallecidas y heridas como consecuencia de enfrentamientos. La base de datos de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos da cuenta que en el período 2001-2020, 159 defensores ambientales murieron y 2,326 fueron heridos en conflictos sociales. Solo desde el inicio de la pandemia, 14 defensores ambientales han sido asesinados en el Perú, sobre todo miembros de pueblos indígenas que defendían sus territorios de diferentes amenazas.
Otro aspecto a tomar en cuenta es que los conflictos vinculados a la minería han ido evolucionando. En las primeras etapas del ciclo expansivo se expresaban básicamente estrategias de resistencia de las poblaciones y el objetivo era detener los proyectos que eran percibidos como una amenaza a sus formas de vida y a sus territorios. Sin embargo, los actores locales y aliados no solamente se han limitado a cuestionar un determinado proyecto; también comenzaron a cuestionar las políticas que impulsan el extractivismo: se cuestionaban las reglas de juego; las políticas de concesiones mineras; los estudios de impacto ambiental y sus procesos de aprobación; la ausencia de mecanismos de consulta y participación ciudadana; la falta de fiscalización; la precariedad de la gestión ambiental, entre otros aspectos.
Las respuestas desde el Estado
Las estrategias de abordaje de los conflictos desde el Estado, se han caracterizado por lo general por respuestas puntuales, caso por caso, interviniendo casi siempre cuando los conflictos entraban en la fase de escalada y de extrema polarización. Una de las principales tesis que manejan tanto las empresas como el Estado, es la del complot: que apunta a señalar la existencia de estrategias supuestamente perfectamente orquestadas por actores que quieren detener la inversión minera y la de hidrocarburos y donde se utiliza la preocupación ambiental como una suerte de coartada. En el Perú, un ex primer ministro, Oscar Valdés, en medio del conflicto de Conga y Espinar, llegó a hablar de una red muy bien organizada que estaba complotando contra el país y que contaba con conexiones internacionales.
La tesis del complot termina justificando las respuestas autoritarias frente a los conflictos: los estados de emergencia, la militarización y la criminalización de la protesta, frente a la necesidad de fortalecer prácticas y una institucionalidad democrática. De esta forma, no solo se ignoran las bases objetivas que están en el origen de los conflictos, sino que un conflicto social se transforma o se reduce a una suerte de problema de orden público y así se busca justificar la estrategia dura, que declara estados de emergencia y militariza los territorios y criminaliza la protesta, precisamente para reestablecer el orden público.
La tesis del complot también simplifica en extremo la visión del conflicto y la busca homogenizar: todos los conflictos responderían a las mismas causas y se desarrollan similares estrategias “anti actividades extractivas o anti inversión”. No se reconoce ninguna demanda o agenda legítima de parte de las poblaciones y sus organizaciones.
Lo cierto es que no todos los conflictos son iguales o apuntan a los mismos objetivos. Hay casos donde el cuestionamiento y el rechazo al proyecto es el núcleo central de la protesta. Estos casos de conflictos de resistencia y rechazo se han visto en diferentes momentos en el Perú: podemos citar el caso de Tambogrande y Río Blanco (Piura), Cerro Quilish y Conga (Cajamarca), Tía María (Arequipa), Santa Ana (Puno), entre varios otros.
Pero hay otros casos que apuntan a lograr niveles de acuerdo y negociación con las empresas extractivas en temas sociales, económicos y ambientales. Estos conflictos, que pueden ser calificados como de convivencia, se dan, por ejemplo, en las zonas con presencia de una minería en actividad y en casos de una larga presencia, como es el caso de la sierra central (Pasco, Junín) o en el sur del país (Espinar y Cotabambas).
La agenda pendiente
Una lectura diferente y alternativa sobre los conflictos apunta a afirmar que no se puede entender lo que viene ocurriendo en relación a actividades extractivas como la minería, sino como el mantenimiento de una situación caracterizada por un conjunto de asimetrías: no hay un escenario que resuma de mejor manera una relación asimétrica, que la convivencia entre una gran empresa transnacional minera y una población rural en el Perú.
Anthony Bebbington, en Industrias extractivas. Conflicto social y dinámicas institucionales en la Región Andina (2013), plantea una interrogante clave sobre las posibilidades y la evolución de los conflictos: ¿entrarán estos conflictos en una espiral viciosa o, por el contrario, será posible que estos puedan forzar cambios institucionales y políticos? Son casi tres décadas de expansión minera en el Perú que ha provocado impactos acumulativos; estrés social y ambiental en los territorios y una clara afectación de derechos, y aún se esperan respuestas y cambios sustantivos.
Los conflictos vinculados a la minería y las crisis que provocan muestran con claridad hasta qué punto se presentan problemas y brechas de gobernabilidad. Una situación de brecha de gobernabilidad se da cuando los actores económicos (Estados, empresas, inversionistas en general) pretenden ir más allá de la capacidad que tiene una sociedad de controlar y regular estas inversiones en función del bien común (John Ruggie, Informe sobre Empresas y Transnacionales y Derechos Humanos).
Construir gobernanza con un claro enfoque de reconocimiento de derechos y cubrir brechas de gobernabilidad, son los desafíos que deben ser asumidos por los diferentes actores comprometidos con esta problemática, al mismo tiempo que se plantean alternativas a las políticas públicas vigentes, buscando encontrar los equilibrios económicos, sociales, culturales y ambientales que han estado haciendo falta.
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