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El 15 de octubre de 1979, el general Carlos Humberto Romero fue depuesto de su cargo como presidente de la República, mediante un golpe de Estado gestado por un grupo autodenominado Juventud Militar Democrática. Foto Diario Co Latino/Internet.

El fin de los gobiernos militares aferrados al poder por imposición

Alexander Pineda
@DiarioCoLatino

Al término de los años setenta, el creciente descontento popular ante el autoritarismo y la represión de los regímenes militares, que para entonces llevaban casi cinco décadas en el poder, y el fortalecimiento galopante de las expresiones de la sociedad civil, que reaccionaban ante los atropellos de la autoridad militar, gestaron las condiciones para que un 15 de octubre de 1979 sucediera el último golpe de Estado en El Salvador.

Los casi cincuenta años del militarismo al frente del Ejecutivo se pueden diferenciar en tres etapas: el martinato, de los años 30 y 40; los modernizadores, de los 50 y 60; y los gobiernos devenidos a partir de 1972, estos últimos caracterizados por acrecentar la persecución hacia toda aquella expresión política y social que no compartiera su visión de progreso.

El 15 de octubre de 1979, el general Carlos Humberto Romero fue depuesto de su cargo como presidente de la República, mediante un golpe de Estado gestado por un grupo autodenominado Juventud Militar Democrática, encabezado por los jóvenes oficiales Jaime Abdul Gutiérrez y Adolfo Arnoldo Majano, quienes creían en la necesidad de paliar el descontento popular a través de una transición democrática.

El punto de quiebre de los gobiernos militares puede situarse en los comicios de febrero de 1972, en los que el oficialismo militar se impuso en medio de múltiples señalamientos de corrupción; el coronel Arturo Armando Molina fue proclamado vencedor de la contienda bajo la bandera del Partido de Conciliación Nacional (PCN).

Ricardo Argueta docente de la Escuela de Ciencias Sociales de la Universidad de El Salvador explica que para la década de los setenta ya existía la determinación de una gran parte de expresiones sociales, llámense estas sindicatos, asociaciones estudiantiles y organizaciones político militares, de sacar a los militares del poder.

“Estos últimos gobiernos militares se aferraron al poder por la vía de la imposición, es una señal del agotamiento del régimen”, comenta Argueta, en referencia a los gobiernos de Molina y Romero.

El académico también opina que más allá de la transición hacia un Estado en el que se respetara la democracia, la Juventud Militar Democrática veía en la convulsionada sociedad salvadoreña una especie de bomba de tiempo compuesta por las masivas protestas, tomas de iglesias, edificios gubernamentales e incluso embajadas, ocurridas semana a semana; todo parecía servir de fórmula para la revolución.

A las condicionantes mencionadas hay que sumarle el para entonces reciente triunfo de la Revolución Sandinista de julio de 1979, en Nicaragua; la victoria revolucionaria nicaragüense que puso fin a la dinastía de la familia Somoza podría servir como inspiración para hacer posible una Revolución Salvadoreña, algo que ni los jóvenes militares con un posicionamiento político menos radical que la vieja guardia toleraría; por lo que buscaban una transición controlada que pusiera fin a los vejámenes del desgastado régimen, pero que guardara el respeto a la institución armada.

“El golpe es producto del entendimiento entre la Juventud Militar y un sector representativo del movimiento popular, con la idea de evitar que llegue un gobierno al estilo nicaragüense; al sacar del poder a una generación represiva consideran ellos (Juventud Militar) que es posible detener la avalancha política que ya se venía”, manifiesta Argueta, quien califica la acción como de un posible carácter “preventivo”.

El académico considera que puede hablarse de cuatro actores en el contexto golpista: el primero, los militares en el poder, quienes constituyen uno de los extremos en el suceso; seguidamente los jóvenes oficiales, militares que cuestionan el proceder del gobierno represivo y autoritario.

Por el otro lado, en septiembre de 1979 se había constituido el Foro Popular, un espacio en el que convergerían movimientos populares que veían la posibilidad de transitar del autoritarismo militar hacia la democracia mediante el diálogo y la negociación con el régimen; y como cuarto actor, aquellos que veían en el contexto la oportunidad de que la revolución triunfara en El Salvador, los que creían que no había nada que negociar con el régimen, dispuestos a lograr este objetivo por la vía armada, el otro extremo.

La guerra como consecuencia

Ricardo Argueta sociólogo e investigador considera, que de los cuatro actores en el escenario golpista, los victoriosos fueron los extremos; el régimen seguro de poder aplastar al movimiento revolucionario y los dispuestos a proclamar el triunfo de una Revolución Salvadoreña con las armas en mano, ambos estaban convencidos de poder vencer el uno al otro.

Tras el golpe de Estado, una Junta Revolucionaria de Gobierno (JRG) conformada por Jaime Abdul Gutiérrez y Adolfo Arnoldo Majano en representación militar y por Román Mayorga Quiroz, Mario Antonio Andino y Guillermo Manuel Ungo por el lado civil, asume el rol Ejecutivo; sin embargo, ni siquiera la acción de carácter preventivo (el golpe) pudo detener el descontento, esta vez generado por la inestabilidad política.

Los dos actores restantes perderían fuerza paulatinamente en los meses subsiguientes al golpe. “Muchos participantes de los actores intermedios son anulados, Majano se exilia en México; políticos e intelectuales que pretendían la transición mediante el diálogo con el régimen también emprenden el camino del exilio, la guerra estaba por venirse”, agrega.

La primera JRG renunciaría a sus funciones ejecutivas en enero de 1980, aduciendo la ingobernabilidad en la que el país se encontraba inmerso; a esta le seguirían dos esfuerzos similares, sin mayor éxito. A criterio del académico, las JRG fracasaron; la inestabilidad política era tal que los miembros de estas renunciaban porque consideraban que no estaban haciendo nada, pues tras la ofensiva de enero de 1981 emprendida por el recientemente fundado FMLN, el movimiento revolucionario ya controlaba zonas estratégicas en el norte y oriente del país y el ejército ya recibía apoyo financiero y logístico de parte de los Estados Unidos.

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