Luis Alvarenga
La obra del escritor austríaco Stefan Zweig (Viena, 1881-Petrópolis, 1942) ganó un justo reconocimiento en vida del autor, gracias a sus apasionantes biografías de personajes históricos (las de Fouché, María Antonieta, Balzac, Nietzsche, Hölderlin y su proyectada pero inconclusa vida de Montaigne) y a sus notables relatos, siendo, quizás, uno de los más conocidos Veinticuatro horas en la vida de una mujer. Es muy poco lo que se escribe o se habla de este genio creador que tuvo una vida atormentada. La conmovedora película Adiós a Europa (también conocida como Antes del amanecer), dirigida por la realizadora alemana Maria Schrader en 2016 nos da una imagen de los últimos años del gran novelista, de su exilio por varios lugares de Europa y América, debido al ascenso del nazismo, y a su suicidio, junto a su esposa, en la ciudad brasileña de Petrópolis. De una forma indirecta, pero no menos contundente, como sabemos, la película Hotel Budapest de Wes Anderson le rinde homenaje a esa Europa a la cual Zweig dejó atrás el día en que dejó su amada Viena para siempre.
Ambas películas están basadas o inspiradas en la autobiografía de este perspicaz observador de la naturaleza humana: El mundo de ayer (Editorial Claridad, Buenos Aires, 1942, 452 pp.). A Zweig le tocó ser testigo de una serie de cambios históricos, cada uno de los cuales afectó su vida y la de millones de personas: El declive del Imperio Austro-húngaro, la Primera Guerra Mundial, el ascenso del nacionalsocialismo y el estallido de la Segunda Guerra Mundial. “Cada uno de nosotros”, dice en el prefacio, “aun el más pequeño e insignificante, ha sido conmovido en su existencia más íntima por las sacudidas volcánicas casi ininterrumpidas de nuestra tierra europea; y en medio de su número infinito, no habría atribuirme más privilegio que este único: El de haberme hallado, como austríaco, como judío, como escritor, como humanista y como pacifista, precisamente en aquella zona en que esos sismos producían el efecto más violento. Tres veces dieron en tierra con mi hogar y con mi existencia; me apartaron de mi vida anterior y del pasado, lanzándome con vehemencia dramática al vacío, a ese ‘no sé a dónde dirigirme’ que me es ya tan familiar. Pero no lo deploro: los sin patria, justamente, se tornan libres en un sentido nuevo, y sólo aquellos que ya no tienen trabazón con nada, no deben tampoco consideración alguna”.
Son las palabras de un hombre que pasó, sucesivamente, por la experiencia del desarraigo, en una época de cambios aceleradísimos, donde el tiempo comenzó a transcurrir de una forma más veloz que en el tiempo de su niñez y su juventud: el tiempo romántico, pero provinciano y cansino de la belle époque del Imperio Austrohúngaro: “Si me propusiera encontrar una fórmula cómoda para la época anterior a la primera guerra mundial, a la época en la que me eduqué, creería expresarme del modo más conciso, diciendo que fue la dorada edad de la seguridad. En nuestra casi milenaria monarquía austríaca, todo parecía establecido sólidamente y destinado a durar, y el mismo Estado aparecía como garantía suprema de esa durabilidad”.
En ese ambiente de estabilidad pasó rodeado del ambiente cultural al que no le era ajeno el teatro y la música el niño Zweig. Descendiente de los Zweig, judíos aldeanos moravos por la línea paterna y de los Brettauer, oriundos de Italia y de vocación cosmopolita, el futuro novelista y biógrafo se crió con un sentido muy fuerte de lo que constituye la verdadera riqueza: la espiritual. “Se supone, en general, que la finalidad cabal y típica del hombre judío es llegar a hacerse rico. Nada más erróneo. Obtener riqueza significa para él nada más que un peldaño intermedio, un medio para alcanzar el objetivo verdadero, y de ningún modo la finalidad intrínseca. La voluntad verdadera del judío, su ideal inmanente, es el de elevarse a la esfera espiritual, la ascensión hacia una capa cultural superior”, reflexiona el autor. Ello explica por qué, por ejemplo, es notable el legado intelectual de los judíos de la Europa central de las primeras décadas del siglo XX: Arendt, Einstein, Benjamin, Kafka, Adorno, Buber, Rosenzweig, Lukács, Scholem, el propio Zweig… Ante el dilema de vivir aislados como comunidad o de asimilarse a las culturas locales, perdiendo su memoria cultural, estos judíos cultivan una especie de ethos intelectual, que Zweig lo resume muy bien: “En el judaísmo ortodoxo oriental, donde tanto las debilidades como los méritos de toa la raza se manifiestan más intensamente, encuentra esa supremacía de la voluntad tenidnete hacia lo espiritual por encima de lo meramente material, su expresión plástica: el hombre piadoso, el erudito en materia bíblica es mil veces más considerad dentro de la comunidad que el rico; aun el más acaudalado preferiría dar su hija por esposa a un intelectual pobre y no a un comerciante”. En esas sociedades modernas, el intelectual cambia la erudición volcada al texto sagrado por la erudición vertida en las más diversas materias científicas y humanísticas. Como dice Michael Löwy, el filósofo franco-brasileño, descendiente él mismo de inmigrantes judíos procedentes de Viena que se establecieron en Brasil, esos intelectuales también impugnaron los valores de la modernidad capitalista. Siendo la asimilación, como planteó Hannah Arendt, una promesa falsa, pues jamás se dejó de ver al judió como extraño, cuando no como enemigo, la condición de paria, de marginal, nunca dejó de ser ajena a estos intelectuales, por mucho que se destacaran por su obra.
Zweig fue un espectador del ascenso de Hitler, desde su intentona golpista de 1923, conocida como “el Putsch de la cervecería”, donde trató de tomarse Múnich, hasta su llegada al poder en 1933. A Hitler, como recuerda el novelista, no se le tomaba en serio antes de su ascenso: “Aún no nos percatábamos del peligro. Los pocos escritores que realmente se habían tomado la molestia de leer el libro de Hitler, se burlaban de él en lugar de ocuparse de su programa, y hacían escarnio de la pomposidad vana de su estilo. Los grandes periódicos democráticos, a su vez, tranquilizaban a sus lectores en lugar de prevenirlos, confiados en que todo ese movimiento, que en efecto sólo trabajosamente lograba financiar su agitación enorme con el dinero de la industria pesada y con un modo audaz de endeudarse, debía desmoronarse mañana o pasado de manera inevitable”. Sin embargo, toda una serie de apoyos se dieron a favor del futuro canciller del Reich: “Ejercitaba con tal perfección el método de hacer promesas a todo el mundo, que el día en que llegó al poder, reinaba júbilo en los bandos más opuestos”, reseña el novelista. El ascenso del nazismo afectó en varios sentidos a Zweig: el recrudecimiento del antisemitismo, pero también algo que el novelista ya olía a leguas: “Inmediatamente después del incendio del Reichstag, advertí a mi editor que pronto se acabarían mis libros en Alemania. Nunca olvidaré su estupor”, recuerda. El editor, cándidamente, adujo que era impensable que los libros de Zweig darían en la pira, pues “usted nunca ha escrito una palabra contraria a Alemania, ni intervenido en política”.
El autor narra cómo el libreto y la música de la ópera La mujer silenciosa, con texto de Zweig y música de Richard Strauss, estaba concluida para los primeros días de 1933, justo cuando Hitler recién arribaba al poder. Haciendo una serie de avatares políticos y burocráticos, la pieza escrita por Zweig se puso en escena en varias ciudades alemanas, no sin antes pasar por los ojos escudriñadores del más alto nivel de la censura nacionalsocialista, incluyendo la comparecencia de Richard Strauss, a quien Hitler “le comunicó que por excepción toleraría la representación de su ópera, aun cuando contravenía todas las leyes del nuevo Reich alemán. Fue una decisión tomada”, dice con ironía, “seguramente tan a disgusto y con tanta falsía como la firma del tratado con Stalin y Molotov”.
El libro concluye con los preparativos del autor para salir de Londres, es decir, ya iniciado su destierro, cuando la invasión a Polonia ya era un hecho e Inglaterra le declaraba la guerra a Alemania. Ignoraba Zweig en aquel momento la cantidad de lugares del mundo a los que llegaría, sin arraigarse en ninguno de ellos, hasta aquella mañana en que la cónsul de Chile en Petrópolis, Gabriela Mistral, fue informada que los cuerpos de su amigo y su mujer, Lotte yacían sin vida en una cama en la que ambos bebieron la copa fatal. La pareja se había despedido del mundo vestidos como para un día normal. El novelista tiene puesta su camisa formal y su corbata. Quizás se despojó del saco antes de acostarse. La mujer descansa su cabeza en el abrazo del novelista. El rostro lánguido de Zweig, aparece como la mueca de alguien que duerme una siesta apacible. Muy lejano de esa desesperanza que, sin duda, cargaba en su cuerpo como un cáncer incubado desde hacía años, Zweig escribía estas palabras, como epílogo de sus memorias. En ella, recuerda su partida de la capital inglesa, es decir, su partida definitiva de Europa:
“El sol brillaba lleno y fuerte. Cuando regresé a mi casa, observé de pronto mi sombra frente a mí, tal como veía las sombras de la otra guerra detrás de esta guerra real. En todo ese tiempo no se apartó más de mí esa sombra imposible de sacudir; se cernía sobre cada uno de mis pensamientos, de día y de noche; tal vez su contorno oscuro se ha posado también en muchas páginas de este libro. Pero cualquier sombra es, en última instancia, sin embargo, hija también de la luz. Y sólo el que ha experimentado eventos claros y oscuros, la guerra y la paz, el ascenso y el descenso, sólo ése ha vivido en verdad”.
Es una despedida hermosa, pero difícil, para un mundo. El mundo de la cultura finisecular, el mundo en que era posible tener un trato familiar con Rilke y Hölderlin, con el pasado y el presente, el mundo de la niñez con fondo de ópera, de teatro y valses vieneses, se había ido para siempre. Aunque hubiera paz, ese nuevo mundo ya no era habitable, quizás, y por tanto, también habría que despedirse de él.
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