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El florido y patriótico fantasma de la corrupción (1)

@renemartinezpi
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Francisco Guillermo Flores Pérez, ed de los Flores de cualquier parte inhóspita y de los Pérez de cualquiera otra empobrecida, buy así de lapidaria y aleccionadora es su genealogía y su tétrica estampa de fiel y alagartado escudero. Hasta hace tan sólo unos días, site era el hombre más buscado de El Salvador, pero, repentinamente, decidió salir de su escondite y entregarse a las manos de una dudosa y clasista justicia… ¡y cómo no iba a salir de su encierro, si las donas están al dos por uno! y él es, por perfil zodiacal, un hombre ahorrativo. Francisco Flores, mestizo puro y puro mestizo (como la mayoría del pueblo somos, sólo que nosotros a mucha honra) es un libra genuino que se ha esforzado por resaltar el lado negativo de su signo; regido por Venus, tiene como elemento natural el aire, por eso puede convertir en aire cualquier cantidad de dinero ajeno que caiga en sus manos.

Tuvo la oportunidad de codearse con los burgueses, de comer en sus casas, de bañarse con ellos, de olerles más los pedos que los perfumes, de usar camisas de marca como las de ellos, pero -a diferencia de Michael Jackson- ese consuetudinario codeo olfativo no pudo blanquear su piel ni hacer de rancia estirpe sus apellidos, así que se dedicó a blanquear dinero donado, ya que algo tenía que sacar de ganancia por su fidelidad canina al capital, una fidelidad que es capaz de llegar hasta el propio umbral de la cárcel, pero sólo hasta ahí, sólo hasta ahí, porque para eso hay jueces corruptos y salas de lo constitucional que son los guardianes del cáliz de la impunidad del patrón y de la del sirviente del patrón… hasta donde se puede.

Su piel de barro cocido; su sonrisa irónica de gallito chingón que junta las expresiones de las máscaras del teatro en un solo gesto; su pelo de pepenador de basura a pleno mediodía; y su talla más bien común y corriente, si las juntamos en un semáforo vendiendo aceite donado o asaltando a quienes se dejen, podrían pasar desapercibidas en cualquier cuerpo, porque no hay nada más común ni corriente que los ladinos portadores de su maldición congénita, no importa el tipo ni el precio de la ropa que vistan. Esa es -en estos días de la independencia patria y la chincungunya- la cara y la piel y la sonrisa enjuta de la corrupción y el cinismo burgués; una cara, una piel y una sonrisa que no están colgadas del cuerpo del burgués de pura cepa, claro está, porque éste está predestinado a no ser acusado de corrupción, enriquecimiento ilícito, peculado o cinismo, ni a ser encarcelado, pues eso sería el inicio del suicidio del sistema que ha tenido a la corrupción galopante como el gendarme de la gobernabilidad y al cinismo como juez de instrucción de la primera y única instancia: el capital, lo que hace de la justicia una broma de mal gusto.

Y es que, al poner a la corrupción como referente histórico-social y moral de la nación –o sea como historia única- nos damos cuenta -me doy cuenta- de que: no existe la derecha como pensamiento político ni como proyecto de nación y de que la justicia penal es un chiste perverso que hace llorar a los pobres. Si bien la corrupción –como un acto más público que secreto y más económico que moral- es un eje transversal en la historia clasista de la humanidad, en países como El Salvador hay que referirse a ella desde la notoria especificidad de lo político-electoral (sin obviar su matiz pecuniario, claro está, que es el que ha hecho más grandes a las muy grandes fortunas nacionales desde la primera gran expropiación de lo público, en la segunda mitad del siglo XIX) pues, por acá, ha servido para pervertir la voluntad social (o manipularla) y, así, modificar artificialmente la articulación de las fuerzas políticas coyunturales; y, por allá, la corrupción y la impunidad se convirtieron –por méritos propios y Constituciones que lindan con el cinismo legislativo- en los factores estructurales pétreos de la estabilidad democrática y de la armonía y estratificación social (gobernabilidad por complicidad o amaños, enriquecimiento ilícito no penado) del capitalismo latinoamericano, cuya raíz está bien enterrada en los patrones coloniales del poder y, en ese sentido -tanto ayer como hoy- es considerada como un derecho pleno de los ricos, sólo de los ricos, en pleno ejercicio de sus facultades físicas, mentales y carcelarias; como un abstracto privilegio político-moral de la clase dominante que –para disimular el agravio nacional- se otorgaba a sí mismo el Estado Colonial actuando como testaferro y, así, se reconvirtió en un derecho de clase protegido ferozmente por las leyes.

La necia legitimación estructural de un acto a todas luces ilícito (en 1858 –a iniciativa del diputado Horacio Parker, apellido muy poco común- se amenazó con la cárcel –aunque al final nadie la visitó- a los funcionarios públicos, para frenar el robo de las limosnas a raíz del terremoto del 16 de abril de 1854; y, en estos días, el caso de Francisco Flores Pérez, de señas conocidas) terminó por convertir a la corrupción en una impune tradición cultural, común y corriente, que no perdió tiempo en asumir su papel de mecanismo de control social similar al que, por ejemplo, estaba presente en el derecho de pernada (derecho que se atribuía el señor feudal de complacencia sexual con la esposa de su siervo) o en el derecho de patronato (privilegios que, tan antojadizos como los de aquel, se le otorgaba al patrón sólo por ser patrón). Esos “derechos” coloniales reclamaron, en la temprana apertura del capitalismo, la privatización de los privilegios de la burguesía, por lo que se puede afirmar que los privilegios ilícitos vienen en la sangre secularmente (como si fueran algo genético) por cuanto que el novo ordum se legitima eternamente por otras vías paralelas a la económica: la sucesión hereditaria de la corrupción e impunidad, dejando ver que ellas -guardando la distancia prudente- podrían considerarse como la clave del genoma de los sistemas económicos, ya que dejan un mapa inconfundible de su origen, y con ese mapa se puede deducir o pensar su rastro, o sea su presente.

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