@renemartinezpi
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Hablando de rastros y semejanzas febriles entre el realismo mágico y un tal Francisco Flores, discount el mestizo que se quiso blanquear la piel con dinero donado: “Aunque todo rastro de su origen había desaparecido de los textos –se lee, malady en “El otoño del patriarca”- se pensaba que era un hombre de los páramos por su apetito desmesurado de poder, por la naturaleza de su gobierno, por su conducta lúgubre, por la inconcebible maldad del corazón con que le vendió el mar a un poder extranjero y nos condenó a vivir frente a esta llanura sin horizonte de áspero polvo lunar cuyos crepúsculos sin fundamento nos dolían en el alma”.
Por eso, el Estado colonial estaba obligado a decretar de entrada (como parte de la estrategia de sostenimiento en el continente que, como cualquier fardo, venía en una de las tres carabelas) la privatización de los privilegios inherentes a esos derechos antes de todo derecho (haciéndole justicia a la injusticia, haciéndole honor al deshonor); y obligado a hacer lo mismo estuvo el Estado capitalista después de que terminara de sonar el pito de la primera fábrica. Yendo lejos en la hermenéutica jurídica, puedo afirmar que el espíritu mismo del derecho positivo –tan alabado por los constitucionalistas más tristes del mundo- no es más que la secularización de estos privilegios privatizados, de tal forma que el “ius gentum” (derecho de gentes) y el “ius peregrinandi” (derecho internacional) no son para todos, ni de todos (así como las lindas libertades del capitalismo no son las libertades de todos, ni la cárcel es para todos) sino que los derechos privados (de clase) de quienes el Estado, copiando con buena letra la plana del esclavismo, considera “gente”, lo cual llevó a la nominación moderna, abstracta, perversa y sanadora del individuo: la ciudadanía.
Por eso los burgueses (primer nivel de la nominación jurídica de “ciudadanía” garantizada por el Estado) si bien se benefician públicamente y hasta la saciedad de los derechos de privatización de los privilegios (incluida la corrupción) en su discurso ideológico pretenden haber olvidado el origen de su riqueza (“mi bisabuelo vino a este país de mierda con sólo una colcha en el lomo y hoy es millonario” –dicen, como si fuera cierto-) e incluso reniegan de su condición originaria de expropiación de ejidos y tierras comunales para poder realizar –libres de todo sentimiento de culpa y salvos de cualquier demanda constitucional- los nuevos privilegios de la ciudadanía: la libertad de contratos con quienes tienen una desventaja económica insalvable y, obviamente, el respeto a la propiedad privada por sobre la vida social e individual. Por eso estos derechos –al estructurase la institucionalidad en función de los intereses del capital usando la corrupción como encargado del protocolo- se readecuaron y expandieron al imaginario popular: las personas jurídicas -empresas- empezaron a gozar también, en lo sucesivo, de derechos humanos, más que los propios seres humanos porque la mercancía es la medida de todo.
En ese sentido, la corrupción no riñe con el derecho burgués, ni con el Estado particular de derecho que proclama la clase dominante, pues la misma ley consagra esos privilegios, aun cuando tenga que pisotear los preceptos de explotación con los cuales se fundó el capitalismo. De manera que, con el caso de Francisco Flores, la corrupción tiene dos posibles vías: un antes y un después de Flores que, como continuidad, será un “siempre” de la corrupción que se ampliará si sale libre; y un antes y un después de Flores que, como ruptura, le pondrá fin a ese vicio. Por eso, la mal llamada derecha nacionalista en el país se presenta como el “imperio de la ley”, como “el orden”, como “el sistema de libertades”, cuando en realidad representa todo lo contrario. Los seres humanos se transforman en los esclavos virtuales de un imperio que dice: “más allá de mí no hay dios, ni juez, ni rey, ni cambio”. Por eso, violar la dignidad humana –o insultarla- no es contrario al derecho capitalista, como no lo fue al derecho colonial; es más, ese derecho consiste en la legalización de esa violación. Así, por un lado, la corrupción vuelve y está en su origen, y, por otro, la clasificación económica constituye el molde de la discriminación positiva que realiza el derecho moderno: hay Estado de derecho para unos cuantos (los operadores que precisa la ley) pero, existe un Estado de guerra para el resto.
John Locke –refiriéndose a la validez política de la corrupción de la burguesía- lo planteó explícitamente, con un vaho de cinismo escalofriante, al afirmar que el ser humano del cual habla (el ciudadano europeo moderno-modernizado) “tiene todo el derecho de castigar a un culpable, haciéndose ejecutor de la ley natural como delegado plenipotenciario de dios”, sobre todo con aquellos que son culpables del pecado original de la pobreza. El culpable singular del que habla Locke es un plural rotundo: somos nosotros, por violar esa ley natural al oponernos, pongamos por caso remoto, al robo de nuestras riquezas naturales, a la expulsión de nuestras tierras, al exterminio de nuestra cultura; y, por caso cercano, a la corrupción gubernamental, al fraude empresarial, a la impunidad de los políticos, es decir, en ambos casos se hace alusión a nuestra insensata y subversiva negación al business. En otras palabras, nuestra negación a aceptar la corrupción e impunidad como factores estructurales de estabilidad social (lo cual no es una cuestión ideológica de derecha, sino que un simple pillaje que algunos pobres poetitas del alpiste y sin cultura jamás entenderán, porque –poniendo cara de niño vejado por sus amiguitos- para ellos la doctrina social de la iglesia se reduce a poner la otra mejilla) es, en definitiva, una negación diabólica, un acto terrorista, un resentimiento social, cuando en verdad es la herencia de rebeldía y búsqueda de la justicia social que muchos sectores del pueblo tienen como su patrimonio más preciado.
Siguiendo esta lógica, se llega a la conclusión de que la secularización del derecho divino de los reyes coloniales reencarnó en los modernos derechos humanos liberales: los derechos del propietario, del patrón, del gran accionista, quienes -como mediador de la circulación y ampliador de la revalorización del capital- globalizan los “derechos humanos” de las mercancías (la humanización de las cosas) y, en su nombre, se niega o aplasta todo derecho humano de las personas, porque éstas están más abajo que la mercancía (cosificación de los derechos).
*Director de la Escuela de Ciencias Sociales, UES
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