@renemartinezpi
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Así, sovaldi la corrupción y la explotación absoluta y relativa son el pecado original de la sociedad capitalista y la impunidad es, para guardar el encanto teológico, su guardaespaldas, ya que –atropellando el derecho ajeno y huyendo con rumbo desconocido, como cualquier busero- protege los derechos que garantizan la privatización de los privilegios de clase, y la corrupción es un privilegio constitucional de los políticos y los empresarios que, a lo sumo, se castiga, cínicamente, con horas de servicio comunitario mientras a otros (los pobres) se les hace caer todo el peso de la ley: el campesino que fue capturado y encarcelado de oficio por andar vendiendo catorce pericos; la señora que fue sometida y esposada en público por robar baratijas en un gran almacén por un costo de no más de veinte dólares; el joven que, como acto de protesta válido, fue encarcelado por comerse una papeleta en las pasadas elecciones, etc.
Entonces, si la corrupción es sentida y consentida como un derecho natural y la impunidad es ignorada (porque “ojos que no ven, corazón de juez de instrucción que no siente”) la negación de ambas a los subalternos es del todo coherente con el espíritu del Estado capitalista: es un privilegio del patrón, no del empleado, así como hace siglos era un privilegio del noble, no del plebeyo. Al convertirse la corrupción y la impunidad en constantes culturales que se presentan como el ideal de éxito social, llegan a todos los niveles individuales y organizativos de la sociedad y, con ello, se produce, reproduce y justifica a nivel general, lo cual puede incluir –aunque sea una luctuosa traición a los valores revolucionarios- a algunas organizaciones, funcionarios y dirigentes populares que, para no tirar en público el discurso de izquierda, se escudan en el anarquismo (y en los vehículos y trajes de lujo), y éste casi siempre acaba en movimientos de derecha, pues no existe la ala derecha de la izquierda, sino que existe la ala izquierda de la derecha.
Por tal razón –y no porque vea en peligro al sistema como tal (de ahí que yo afirme que, al menos en El Salvador, la derecha no existe como pensamiento político con perfil social)- la ira del sector conservador ante la posibilidad de un cambio real de gobierno, pues saben que eso acabaría con los tradicionales espacios de corrupción e impunidad que se revalorizan constantemente, lo cual sería como sufrir una castración de alto riesgo, ya que quien manejará el bisturí es el pueblo concientizado, o sea el grupo de personas que –como si estuviera en la Colonia- considera su súbdito, su plebe, su gato, su sirviente incondicional. La corrupción de su sociedad es, entonces, el espejo de su misma condición de clase corrupta sin hegemonía, en tanto está hecha a su imagen y semejanza. Por eso la diligencia acusatoria de los más grandes medios de comunicación no clama justicia, sino venganza, cuando la corrupción es señalada y perseguida por el pueblo; reclama mantener en secreto ese “algo” que sostiene, obscenamente (cual caja negra del régimen político) la reproducción eficaz del sistema de dominación, sobre la base de una moral fermentada en la miel adictiva del enriquecimiento ilícito que, por un par de dólares (o por millones donados) es minimizado en las letras de los escritores sin futuro relevante y por los gráficos jefes editoriales carentes de neuronas y de pundonor.
Las campañas propagandísticas más sucias y viles, junto a la amenaza al trabajo son, así, un típico recurso del poder tradicional. Veinte años de corrupción neoliberal –sumados a un siglo y medio de corrupción oficial- no merecen la más mínima denuncia; veinte años de despojo despiadado de las arcas y los bolsillos de la gente no merecen terminar así porque sí, sino que –pidiéndole a la gente un suicidio masivo- merece seguir siendo consentido tácitamente porque, para la burguesía, es una condición natural inapelable. Si hoy los maestros de la corrupción se rasgan sus tricolores vestiduras y acusan al pueblo de querer terminar con el sistema de libertades y ajusticiar a dios –a su vellocino de oro- eso demuestra lo corrompido del derecho. Por supuesto que los maestros no dejan huella del ilícito, pero sí de su oficio, de esa forma se explica cómo un exdirigente popular pudo llegar a un estadio a gritar, hace unos meses, la consigna de los enemigos de su pueblo: primero El Salvador.
Por tal razón, la corrupción sistémica se ensaña con la víctima presentándola como victimaria, pues teme que, harta de vejámenes, pida el enjuiciamiento de su condición estructural. El derecho capitalista consiste en eso: en negar que todos sean jueces. Con el tiempo, la corrupción e impunidad originarias le dan inicio al despotismo que, fundado en la ley y en la sala de lo constitucional (porque no hay nada más constitucional que la corrupción y la explotación) se convierte en la autoridad suprema, razón por la cual se puede afirmar que la autoridad burguesa es ilegítima en sí misma, en tanto que toda legitimación emana del reconocimiento recíproco e intersubjetivo de la dignidad de todos. El juez (el Estado disfrazado de régimen político) no puede impartir justicia si no asume que los demás son también jueces, que sus actos son también objeto de juicio, que el pueblo tiene su propia sala de lo constitucional: la cotidianidad. Si todos son jueces, nadie puede atropellar a nadie, de ahí que la justicia no puede ni debe ser unívoca, como hasta ahora ha sido, obviando que el pluralismo jurídico va más allá de la diversidad jurídica. En este sentido, habría que formar comités populares de enjuiciamiento cuando se trate de robos al Estado.
El resultado del caso Flores Pérez (que tiene ya cuatro malos presagios: no saber bajo cuál piedra estaba oculto; el arresto domiciliar decretado en un primer momento; el contrabando de una cama fornicaria; y la severa condena de horas comunitarias en lugar de la cárcel: las “horas Maza”) dirá cuál camino se tomará en la encrucijada de la corrupción: el de su paraíso tan eterno como terrenal o el de su purgatorio.
Entonces, la lucha contra la corrupción –como contra cualquier tipo de perversión- al ser parte constitutiva de la democratización, exige la instalación de un gobierno dispuesto a combatirla y, en tal sentido, debe enfrentarse en todos los ámbitos, porque la corrupción es parte constitutiva de la estructura del sistema capitalista salvadoreño.