Humberto Acevedo Cortez.
Ciudad de México, 24 de julio de 2022.
Un paréntesis de los años 70’s.
Las recordaciones musicales, que hacía con la flauta dulce que me regaló mi padre, eran solitarias historias de los tímidos días en que fui joven febril y de cuando me iba desprendiendo de los entrañables brazos de mi madre. Aprendí a mecer en una hamaca del tiempo las irremediables culpas, la vida era como una ollita con la leche quemándose y rebalsada, me ceñí la melodía roja de la poesía de Roque Dalton en mi frente e hice fábulas de un país poblado de lunas y volcanes. Tenía el gusto dividido entre Marta Harnecker y los Creedence Clearwater Revival (confieso que nunca pude ser ortodoxo) y aplaudí a mis amigos actores y actrices del Centro Nacional de Arte. Distante de mí, me refugiaba en los brazos de Clarita dibujados en la oscuridad de la noche como sombras chinescas. Musitábamos ternuras, nos estrechábamos con el pecho doblemente desnudo, doblemente amante, doblemente victorioso y en la oscuridad apagada la fiesta de nuestros dedos.
Afuera, estaba un país en guerra con el mundo en un charco de sangre. Las noches románticas terminaba en adivinanzas macabras escuchando el patrullaje rabioso y las ráfagas crueles que aventaban la furia de la muerte: “esa es una Uzzi”, “la que acaban de disparar es una escopeta ha de ser de los compas”, eso se escuchó como un G-3”. A pesar de la calamidad de la guerra, a Clarita y a mí nos alcanzaba para romper la dureza del mundo con la oración del silencio, nos gozábamos en cada encuentro que parecía después de una larga travesía marítima. Yo militaba en el Bloque Popular Revolucionario y ella en las Ligas Populares 28 de Febrero, digamos que dos fuerzas revolucionarias antagónicas. Por esos días, los paros del Frente Democrático Revolucionario fueron muy frecuentes y más sectores sociales se unían. No pude ver a Clarita durante varias semanas. Mi hermano fue herido por una bala de un fusil M-16, la letalidad del disparo típico de ese fusil encontró hueso y cambió la trayectoria del proyectil que entró por un glúteo y salió por una pierna, mi hermano se recuperó en un hospital clandestino en mejicanos. Los comités de las “efe”, recibían encapuchados a los responsables del partido o del ejercito popular, las medidas de seguridad eran cada vez más estrictas. Ir a una casa de seguridad era todo un guion de un Thriller y la dictadura militar golpeaba con más saña. Supe que la casa de la mamá de Clarita fue cateada y a Clarita se la llevó la Guardia Nacional. Acompañé a la niña Merci a denunciar la captura de su hija en la Comisión de Derechos Humanos, anduvimos denunciando en las organizaciones populares, se hicieron varias movilizaciones y después de dos semanas la dejaron libre.
Toda esta introducción viene al caso porque a Edgar Mauricio lo conocí, de manera indirecta, por la captura de Clarita. Yo era amigo de Rigoberto Góngora, me gustaba como escribía y platicábamos de poesía, lo conocí en el Movimiento de Cultura Popular y cuando Clarita quedó libre tuve que buscar un lugar donde quedarme con ella y Rigoberto me ofreció su casa. El Vivía por Ilopango con su hermana, una chelita bien parecida a él, muy aguerrida y con las convicciones ideológicas de una francotiradora soviética, vivían muy cerca de la base de la Fuerza Aérea. En esa breve estancia en casa de Góngora, un día se presentó Edgar Mauricio Vallejo y se saludaron con Rigoberto con palmadas estruendosas en la espalda y después algo se dijeron a manera de no ser compartimentado. Los dos estuvieron muy serios, directos y concisos hablando de la victoria, de la cultura, de “Polín” y “Willi”. Rigoberto me presentó con Mauricio y le dijo que yo era del MCP. La voz consistente, resistente y amistosa de Mauricio me inspiró simpatía y platicamos del futuro del arte y la poesía cuando triunfara la revolución. Aunque no fui gran amigo de él porque las actividades militantes nos llevaron por senderos diferentes, supe que Mauricio era un entrañable compañero de la militancia y de la poesía. Leí sus poemas gracias a Rigoberto, como también leí los de Jaime Suárez Quemain y por supuesto, los del mismo Góngora. Los tres poetas militantes fueron muy admirados por mí amor a la poesía y respetados por su lucha social. Recuerdo que reflexionaban todo el tiempo, leían fragmentos de poemas, amaban todo el tiempo la poesía; y siempre he pensado que Edgar Mauricio, en esos días arcillosos de peligros y emotiva inteligencia, nunca pensó en el espejismo del héroe. En el contexto de los años 70’s, 80’s incorporarse a la lucha popular significaba comprometer el alma, como lo hizo el joven elegido de 20 años, Edgar Mauricio.
¿A donde van los desparecidos?
El día que secuestraron a Edgar Mauricio, yo había pedido asilo en la embajada de México y no volvería a El Salvador. Al mes siguiente el 28 de agosto, a través de los vidrios de la ventilla del auto diplomático, miré por última vez los cañaverales danzantes en un mar resplandeciente de sol guanaco, jodarria y bayunco, que me acompañó hasta el aeropuerto con la brisa infantil que entonaba la tristeza de mis manos y un diálogo callado me hacia pensar en mis padres, en mi hermana que casi no la conocí, en los caídos de la guerra civil, los desaparecidos, lo vivos que se quedaron en las trincheras, lo exiliados; y como cuando uno piensa en la resurrección, todas las quimeras de mi mente hicieron de la muerte implacable una blanda realidad que pastaba en la esperanza. Edgar Mauricio, tenía 23 y yo 26 años. Yo desaparecí con él. Yo llegué a México donde no conocía a nadie, totalmente desaparecido. Yo me uní al dolor de la familia del poeta y pedí, noche y día, junto al mástil del viento que volviera a casa con bien. Edgar Mauricio lleva 41 años sin regresar a casa y los que devoraron sus sueños, sus ilusiones, sus poemas están prisioneros en la maldita historia de sus mandíbulas insomnes castañeando miedo.
El sentimiento de quiénes somos, el sentido de pertenencia; nuestros cariños, nuestros amigos, la familia y la patria nos han sacudido de tal modo que ya no se puede ser uno mismo y ya; no es posible ser sólo uno, todos somos todos: el pueblo, los desaparecidos, los exiliados. Yo soy Edgar Mauricio, yo soy Rigoberto Góngora, yo soy Jaime Suárez Quemain. Yo soy también la generación olvidada, todo ese pasado violento y doloroso que no se puede olvidar nunca porque es mucho para poder ignorar. Nadie puede decir que el ángel de la guerra y el ángel de la muerte es un juego metafórico. Ahora donde tú estás, donde tu vives, donde tu trabajas y descansas por ahí pasó la muerte, por ahí se llevaron a los secuestrados, por ahí desaparecieron.
Quiero finalizar este texto haciendo un comentario, a manera de homenaje, sobre uno de los poemas de Edgar Mauricio Vallejo Marroquín. No es un estudio sesudo, sino más bien una apreciación personal sobre un poema de Edgar Mauricio que me leyó Rigoberto Góngora en aquellos momentos de enfrentamientos, refriegas, ofensivas, hostilidades y también tan humanamente solidarios.
Arts poética
En el poema: De probada y correr o quedarse, Edgar Mauricio ante el acostumbrado temor del abismo nihilista, decide tomar una postura naturalista: tomaré el color del barro… me iré caminando por las plantas hasta extenderme en la luz. Para Edgar Mauricio, la experiencia revolucionaria en la que se ha visto y reconocido abarca todo lo real de sus percepciones y tiene más extensión que el hecho histórico. Hay razones poéticas que constituyen un conjunto de motivos necesitantes para él, porque sabe que está apuntado en la lista de la muerte, pero no una muerte cómoda en la decrepitud del tiempo; no, Mauricio es Héctor el hijo de Príamo, que se despide de su hijo, de su amada esposa, de su padre, de Paris, de Helena y de su pueblo porque sabe que va a morir defendiendo el honor de Troya. Ese es el lugar que me unirá a ti mientras vivas en la tierra, Edgar Mauricio se lo dice a su amada, a sus compañeros y a toda la humanidad: es el honor el que hay que enarbolar hasta sus últimas consecuencias. Tampoco hay un sepulcro donde descansen sus restos mortales, Mauricio estará resucitando siempre en sus poemas, en sus canciones, en las libertades de las utopías y en las libertades de sus amores una especie de realidad trascendente inserta en la poética de la liberación. Y ahora vamos a hablar de la función mítica y poética de sus símbolos. Otra vez hace referencia a un semi dios en su poema: Quetzalcoat´, es iluminación y principio: antes que te digan otra cosa y veas en tu mente caer a Quetzalcoat´y hundirse en el relámpago, recuerda que voy a morir… Quetzalcóatl, principio de luz, desciende en las entrañas de la tierra, en el mundo de los muertos, el reino de Mictlantecuhtli. Edgar Mauricio, al igual que Quetzalcóatl, recoge los huesos de todos los desaparecidos y al sangrar su cuerpo sobre ellos crea al hombre nuevo. Mediante esta acción fecundadora, Eros extrae al hombre de Thanátos. La existencia humana brota de la muerte, se desprende de la temporalidad cíclica absoluta en una secuencia lineal relativa, vectoralizada, orientada hacia la luz, hacia el progreso, hacia la transformación humana y social.
María es un nombre que significa todas las mujeres y Chalchiuticueye (o Chalchiuhtlicue) es el principio femenino de la vida, la cuidadora de los ríos, los lagos, los mares, cascadas y lagunas. En el poema de Edgar Mauricio, María es una mujer que simboliza a todas las mujeres ataviadas con faldas bellamente decoradas con jade; de los pies y el cuerpo de las mujeres agua se extiende la fertilidad en todas las direcciones y llevan consigo una larguisa cauda para ser entregada al guerrero que defenderá hasta la muerte la tierra que lo vio nacer. María, también es un nombre femenino probablemente de origen hebreo. María en su origen del griego antiguo es Maryām, originado del hebreo Miryām la profetiza, hermana de Aarón, que tomó una pandereta y convocó a todas la mujeres a que salieran a danzar, este echo también puede significar “rebelión” “rebelarse”, por lo tanto estamos viendo un concepto de mujer salvadoreña rebelde y que asociada a una fruta muy típica de El Salvador, el Arrayan, se entremezcla con el erotismo: te entregarán húmeda y jugosa a mis labios como un arrayán.
El poema continua con una enumeración caótica de señales, profecías, signos y símbolos que le dan una gran amplitud profética y espiritual al poema. Finalmente, Mauricio Vallejo Marroquín lanza una orden perentoria; se niega a que lo coloquen en un pedestal, ordena a que nunca se ice a media asta la bandera en su nombre porque el que murió es él, un hombre vivo con ideales inagotables y no quiere que se guarde el recuerdo de su lucha como biografía marchita. En su obra poética deja al mundo las noticias que el atestiguó y radicalmente establece que todo lo que existe ya estaba antes de que nosotros lo supiéramos y así tenía que suceder, una historia con actos demasiado humanos y no de estatuas de bronce. El destierro de todo lo que engañe sobre su muerte es un claro signo de, que para nuestro poeta, la política solo es virtud cuando está al servicio del bien común y no para perjudicar la confianza social con liderazgos falsos. Edgar Mauricio fue un campeador, un adalid de la lucha popular y ahora pertenece junto con miles de salvadoreños y salvadoreñas desaparecidas a la enciclopedia de la injusticia. Una deuda histórica que machacará la conciencia de los desleales y simuladores que lucraron con el dolor ajeno.
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Antes que digan otra cosa, quiero terminar diciendo que uno cree en Edgar Mauricio Vallejo porque cuando él contemplaba la realidad inmensa en una gotita poética, se imaginaba el libro inédito de la militante ternura solidaria con todo y con todos. Edgar Mauricio luchó y entregó lo más preciado que tenía, su vida, por un mundo más incluyente, humanista, más habitable y poético para todos y para todas.
Humberto Acevedo Cortez.
Ciudad de México, 24 de julio de 2022.