Myrna de Escobar,
Escritora
En la casa abandonada de imprevisto tras el exilio de sus ocupantes, yacía un descomunal silencio. La intriga se percibía en cada gaveta y en cada puerta que cerraba. Al adentrarse en el pequeño recinto constataba el miedo y la desesperación de sus hijos por aferrarse a lo suyo.
Una cortina rasgada hasta la mitad pendía de un perchero. La huella de los muebles arrancados del suelo y las ventanas solaire que también faltaban anunciaban la prisa de los intrusos. Un CD de inglés sobre el piso le recordó a su hija preparando la clase del sábado para la academia. El portaminas que había comprado para su hijo con horas extras de trabajo yacía sobre una repisa vacía de su habitación. Las macetas tumbadas en el pequeño jardín atestiguaron la búsqueda del dinero que — según ellos podría poseer la familia— El gato anaranjado aún deambulaba buscando entre la nada su lata de atún y la bolita de hule con que entretenerse.
El padre pensó horrorizado en Mireya, la recién graduada de la Nacional. Diego, el joven bachiller y en Carlitos; el doctorcito y orgullo de la familia que laboraba desde hacía unos meses en el hospital de niños. De él solo quedaba un par de calcetines colgados del dintel de la habitación. Un regalo muy querido de su novia, la doctorcita Paty. Su recorrido mental continuo en medio de la inquietud por saber qué había sido de ellos. Nadie vio ni oyó nada. Pensó en las horas de esfuerzo y sacrificio por salir adelante, pagar la casita, comprar los frijolitos y apoyar la educación de sus hijos y ahora, sus esfuerzos, su orgullo, y su más grande tesoro: la familia estaba desaparecida. Contemplaba su infortunio con impotencia.
Esa tarde presintió que algo pasaría. Lo comentó con Tita, su amor de toda la vida. Se lo había advertido el constante tic en sus ojos alfombrados de pestañas y su inquieto bigote en el mentón. Fue algo inusual. Empezó después de salir del trabajo, cuando se disponía a llamar a casa y descubrió que su celular había desaparecido del casillero. Solo entonces recordó su aniversario de bodas e ideó sorprender a la Tita con una cenita en un merendero local, unas flores y una serenata. A ella la envió primero a reservar una mesa y se enrumbó a casa con la corazonada. No quería preocuparla.
Cuando llegó intuyó que no podía hacer nada. Los números en las paredes invadían la escena. Los niños que un día jugaban en el vecindario con los suyos se habían unido a la pandilla y habían expropiado su vivienda. Rojo de coraje no sabía cómo regresar al merendero.
El bolito del lugar les alentó a dejar la casa cuanto antes. Llevarse lo poco que quedaba y ponerse a salvo. La policía no ayudó. Ni protección les brindó hacia el nuevo refugio. El vecino también les tiró la puerta en la cara cuando quisieron pedirle una llamada telefónica que alertara a sus padres de no regresar, o hacia dónde irían. Eran como las ocho de la noche. Un jueves de mayo
— ¡Son unos de ellos! ¡Fuera de aquí, maldita plaga!
— ¡Tienen 24 horas para dejar la casa hijueputas! Si no quieren amanecer bien tiesos en una bolsa negra. Sentenciaron los criminales. Cargaron todo en un camión y se alejaron.
— Bueno… eso fue lo que oyí. —Dijo el borrachito a Don Carlitos, al tiempo que este indagaba con el vigilante; quien tampoco sabía nada, pero a quien nunca dejó de pagarle los $30 de la vigilancia.
Antes de salir de la que hacía unas horas, había sido su casita, el hombre creyó advertir los dedos de Mireyita jugando con el trozo de papel blanco sobre el piso de su habitación. Como ella solía hacerlo, cuando regresaba a casa tras un largo día de trabajo. Ahora solo le quedaba llamar al doctor al hospital y enfrentar con su mujer la mala nueva. Metió su gato en la mochila y se aferró a él como un anciano a su viejo escapulario.