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EL GATO NEGRO QUE CAYÓ DEL CIELO

Gabriel Otero

Los maullidos se escuchaban intensos todas las noches. No dejaban de sonar cual si fueran serenatas dedicadas al apareo, ese lenguaje de los pequeños felinos y su celo insoportable, su clamor es parecido al llanto del infante, pero estos gatos no eran callejeros, habitaban en los departamentos de un edificio residencial y se comunicaban entre ellos, de ventana a ventana, para continuar el cortejo.

Una mañana de domingo, mientras bebía el primer café, los llamados a la cópula gatunos comenzaron temprano, recordé mi época estudiantil cuando tuve una gata y un gato, a ella la llamé Bonifacia, era atigrada y con ojos esmeralda como el personaje de la Casa Verde de Vargas Llosa la que se transformó en “la Selvática” en el burdel, y el otro era una pantera en miniatura, a él lo nombré Edgar, en honor a Allan Poe y a su gato negro.

Bonifacia se escapó por la puerta del calentador de agua, sus ganas de reproducirse fueron intolerables, parecía una gata tranquila, nunca regresó a casa, su huida fue inexplicable. El departamento estaba en un tercer piso. No se encontró un cuerpo felino aplastado en el pavimento, ni tampoco se mudó de residencia en la misma unidad, la incógnita persiste.

Edgar, en cambio, era un gato esquivo que solo buscaba calor por las noches y se metía debajo de las sábanas, por lo demás se comportaba como un inquilino que apenas tenía contacto con su casero. En alguna ocasión me mordió clavándome el colmillo en el músculo aductor del pulgar, fue doloroso y muy sangriento, las gotas cayeron sobre la alfombra  que tuve que limpiar con vinagre. A Edgar lo di en adopción días antes de regresarme a San Salvador, supe que se perdió en las azoteas desoladas de la colonia Cuauhtémoc.

Le di otro sorbo al café y los maullidos continuaban ensordecedores, de pronto callaron, se oyó un ruido seco de algo contundente que cayó sobre la lámina del lavadero, salí al jardín, no vi nada anormal, solo la lámina traslucida que estaba semi caída y rota de una esquina, busqué el objeto o cualquier cosa que la hubiese descolocado.

Al fondo, escondido en el follaje de una madreselva, escuché claro un maullido lastimoso, y ahí lo vi, asustado, de ojos verdes, era un gato negro de pelaje largo, tenía pinta de animal de compañía.

Mi primer impulso fue acercarme, me contuve, los felinos domésticos suelen arañar a los desconocidos, cerré la ventana de la cocina para evitar que se introdujera al departamento, fue una buena decisión, el gato al ver que caminaba de regreso al estudio saltó para intentar meterse por la puerta de vidrio, casi lo pateo por arco reflejo, alcancé a abrir y me metí.

Nunca había visto a un gato actuar como perro, irritado por entrar empezó a rascar la puerta, maullaba y se oía un gorgojeo, tenía algo de maligno y me causaba una sensación desagradable, era notorio que buscaba algo y que por un error de cálculo cayó en mi jardín, salí y se alejó al lado contrario, subí la mirada para verificar si alguna de las ventanas de los pisos superiores estaba abierta, y en el tercer piso detecté una rendija de escasos quince centímetros en la ventila de la cocina, deduje que por ahí se había  escapado.

Dicen que los gatos tienen siete vidas y que siempre caen en cuatro patas, por lo menos este gato negro que cayó del cielo tuvo una agilidad tremenda para sobrevivir a una altura de siete metros, de repente se volvieron a escuchar maullidos en el cuarto piso, estos tenían el tono urgente de la procreación y el gato negro respondió desde el jardín con un chillido. Con esa desesperación que se oía en la gata, pude comprender todo.

Resolví buscar al dueño del gato negro, subí tres pisos y toqué el timbre, me abrió con el mapamundi de la almohada en la cara, no se había percatado que su gato no estaba, medio dormido cogió un plato con croquetas y bajó conmigo.

Salimos al jardín, el gato negro saltó a los brazos de su dueño, quien suspiró fastidiado.

─Disculpe, me dijo, la gata del 401 lo trae frenético.

─No se preocupe, respondí, lo bueno es que yo estaba en casa.

Y se lo llevó, y pensar que sin importar la especie, todos los hombres tenemos respuestas semejantes ante el sexo.

Como afirma el refrán popular: jalan más un par de tetas que una yunta de bueyes.

Muy cierto.

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*Gabriel Otero. Fundador del Suplemento Tres mil. Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, con amplia experiencia en administración cultural.

Ilustración del autor de Jonathan Juárez.

 

Fotografías: Gris y Gabriel Otero

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