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El golpe de Estado en Brasil y el «retroceso» de Washington en América Latina

Mark Weisbrot

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Claro está que el Poder Ejecutivo del Gobierno de Estados Unidos favorece el golpe de Estado en curso en Brasil, a pesar de que se haya cuidado de evitar cualquier respaldo explícito hacia el mismo. La primera muestra fue el encuentro entre Tom Shannon, el funcionario número 3 del Departamento de Estado de Estados Unidos, y quien sin duda está encargado de manejar esta situación, junto al senador Aloysio Nunes, uno de los líderes del juicio político contra la presidenta Dilma Rousseff en el Senado brasileño, el 20 de abril. Mediante la celebración de esta reunión tan solo tres días después de que la Cámara Baja de Brasil vot ó a favor de destituir a la presidenta Rousseff, Shannon le enviaba una señal a los gobiernos y a diplomáticos en toda la región y en el mundo de que para Washington el juicio político es más que aceptable. Nunes le devolvió el favor al encabezar un esfuerzo (siendo el presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado de Brasil) para suspender a Venezuela del Mercosur, el bloque comercial suramericano.

Es mucho lo que está en juego para las principales instituciones de política exterior de Estados Unidos, las cuales incluyen las 17 agencias de inteligencia, el Departamento de Estado, el Pentágono, la Casa Blanca, el Consejo de Seguridad Nacional, junto a los comités de política exterior del Senado y de la Cámara. Un enorme cambio geopolítico se llevó a cabo en los últimos 15 años, en los que la izquierda latinoamericana pasó de no gobernar ningún país a liderizar la mayoría de los países de la región. Por diversos motivos históricos, la izquierda en América Latina tiende a favorecer la independencia nacional y la solidaridad internacional, y por lo tanto está menos dispuesta a ir de la mano con la política exterior estadounidense. Recuerdo la primera vez que vi a Lula da Silva. Fue en Porto Alegre, Brasil, en el año 2002. Le hablaba a una multitud en el Foro Social Mundial, de pie bajo una enorme pancarta que decía «Dile No a la guerra imperialista en Irak».

Lula es un buen diplomático, y mantuvo una buena relación personal con George W. Bush durante sus presidencias contiguas. Pero transformó la política exterior de Brasil, y contribuyó al desarrollo regional de una política exterior independiente. En 2005, en Mar del Plata, Argentina, los gobiernos de izquierda enterraron el «Área de Libre Comercio de las Américas» (ALCA) patrocinado por Estados Unidos, poniéndole así fin al sueño estadounidense de un acuerdo comercial hemisférico basado en reglas diseñadas en Washington. Brasil, bajo el Partido de los Trabajadores (PT) también respaldó firmemente a Venezuela contra los repetidos intentos por parte de Estados Unidos de aislar, desestabilizar, e incluso derrocar a su gobierno. El primer viaje al exterior de Lula después de su reelección en 2006 fue a Venezuela, donde apoyó al presidente Hugo Chávez en su propia campaña de reelección. El gobierno del PT también apoyó los esfuerzos regionales para anular el golpe militar respaldado por Estados Unidos en Honduras, y se opuso con éxito la ampliación del acceso de Estados Unidos a las bases militares en Colombia en 2009. Y fueron muchos en la clase dirigente de la política exterior estadounidense (incluyendo a la entonces Secretaria de Estado, Hillary Clinton) quienes no apreciaron el papel del Gobierno de Brasil en ayudar a organizar un acuerdo de canje de combustible nuclear destinado a resolver el conflicto con Irán en 2010, a pesar de que en realidad se hizo por sugerencia de Washington.

La Guerra Fría de Washington nunca culminó en América Latina, y ahora ve su oportunidad para un «retroceso». Brasil es un gran premio, como lo evidencia el nuevo canciller del gobierno interino, José Serra, quien se lanzó sin éxito a la presidencia, primero contra Lula (2002) y luego contra Dilma (2010). Se espera que utilizará su posición actual — si es que el actual gobierno sobrevive — como especie de trampolín hacia un tercer intento por la presidencia.

En su campaña presidencial de 2010, Serra se esforzó sobremanera a modo de demostrar su lealtad a Washington. Acusó al gobierno boliviano de Evo Morales, de ser cómplice del narcotráfico y atacó al gobierno de Lula por sus intentos de resolver la disputa nuclear con Irán. Los criticó igualmente por unirse al resto de la región en no reconocer al gobierno de Honduras tras el golpe, e hizo además campaña contra Venezuela.

Este es el tipo de persona que a Washington tan desesperadamente le gustaría ver a cargo de la política exterior de Brasil. Aunque las corporaciones obviamente sean grandes jugadoras en la política exterior de Estados Unidos, y que se encargan textualmente de redactar gran parte de los acuerdos comerciales como el NAFTA y el TPP, el principio rector que orienta la política exterior de Washington no es el beneficio a corto plazo sino el poder. Los mayores decisores, hasta llegar a la Casa Blanca, se preocupan ante todo por lograr que los demás países se alineen con la política exterior estadounidense. No apoyaron la consolidación del golpe militar en Honduras porque el presidente de Honduras, Manuel Zelaya haya aumentado el salario mínimo, pero sí debido a que encabezaba un gobierno vulnerable de izquierda que formaba parte de la misma alianza amplia que incluía a Brasil bajo el PT. Estos gobiernos todos se apoyaban entre sí y cambiaron las normas de la región, de modo que incluso los gobiernos que no eran de izquierda como el de Colombia, bajo Juan Manuel Santos, en buena medida le seguían la pauta a los demás.

Es esto lo que Washington quiere cambiar en este momento, y existe mucha emoción en este paradero del Norte en cuanto a las perspectivas de «un nuevo orden regional», que en realidad no es más que el viejo orden regional del siglo XX. No tendrá éxito — ni siquiera si nos guiamos por sus propios criterios de medirlo — no más del que logró tener George W. Bush con su visión de una remodelación de Oriente Medio al invadir Irak. Sin embargo, puede ayudar a hacer mucho daño en su intento.

*Mark Weisbrot es codirector del Centro de Investigación en Economía y Política (Center for Economic and Policy Research, CEPR) en Washington, D.C. y presidente de la organización Just Foreign Policy. También es autor del nuevo libro “Fracaso. Lo que los ‘expertos’ no entendieron de la economía global” (2016, Akal, Madrid).

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Redacción Internacionales:

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